Opinión

Lágrimas para un ministro

Méndez de Vigo, en una entrevista con la agencia Reuters.

Méndez de Vigo, en una entrevista con la agencia Reuters. Reuters

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Excelentísimo señor ministro de Educación: sepa usted que no le dedico mis lágrimas de octubre –las de hoy–, sino que le ofrezco, para la reflexión, las lágrimas que vertí en julio. Se trata de dos clases de lágrimas bien diferentes, dos extremos del llorar, dos diluvios sentidos que me han llevado del infierno al cielo. En julio sentí dolor y rabia porque mi hija Carmen no podía estudiar lo que para ella era y es una vocación.

Medicina. La rabia contenida era para usted y para todos los que han propiciado y propician que nuestras leyes de educación sean como son. El otro día se lo dijo desde la tribuna parlamentaria del Congreso un diputado de Ciudadanos. Hoy se lo digo yo, que suelo frecuentar estrados de tribunales con la toga puesta en orden a defender intereses ajenos (al ministro de Justicia le tengo que escribir otro día para recordarle el trato que mi profesión, esencial en un Estado de Derecho, recibe de los sucesivos gobiernos de este país). Es una vergüenza lo que pasa. No hay derecho, pero, aunque soy jurista, nunca había sentido la injusticia de un entramado normativo hasta que en julio mi hija Carmen gastó una caja de pañuelos sobre la cama. Todo, porque habiendo terminado bachiller con seis dieces y dos nueves, y nota de selectividad de 12,660 en las comunidades donde se ponderan las matemáticas para la admisión, no pudo entrar en medicina. Oiga, son seis dieces y dos nueves, pero eso no es lo importante.

Deténgase en el pensamiento de que una chica de dieciocho años no para de llorar después de haber sacado seis dieces y dos nueves. Ya, hay muchos chicos que sacan seis dieces y dos nueves. Incluso les hay que sacan todo dieces. El problema radica en los estudiantes que, como mi hija, estudian en la Comunidad de Castilla y León.

Castilla y León da una formación educativa cuya excelencia es la más alta de España y una de las más altas de toda Europa. Quiere decirse que los alumnos que estudian aquí salen con más formación académica y, por esa razón, no hemos optado, como hacen otros padres, por mandar a Carmen a estudiar bachiller a Andalucía, a Extremadura o a Canarias. Preferimos que ella sepa, que, si puede, alcance el saber, pero no sé si el Estado Central lo prefiere. ¿Prefieren ustedes que los chicos, en lugar de apretarse tuercas, tengan la educación que les proporcionan sus respectivas comunidades autónomas y que, a la hora de seleccionar educandos para la universidad tengan preferencia los que menos instruidos están y aquellos a los que les hacen el bachiller y la selectividad más fácil, incluso aquellos donde es muy fácil sacar sobresalientes? ¿Esa es la excelencia que una nación debe procurarse para el futuro? Me temo que hay que reflexionar.

Señor Ministro, con toda educación se lo digo. Las lágrimas de julio de mi hija eran por impotencia, por frustración de un sueño. Las mías son por ella y por nuestro país. No se puede tolerar que el cincuenta por ciento del primer curso de las facultades de medicina estén ocupadas por andaluces, extremeños y canarios, y que esa ocupación, que desplaza a los demás, no provenga del saber, sino de la ventaja de tener una preparación más deficiente que no puede ser competitiva, porque no parte de igualdad de condiciones, con los alumnos más aventajados de las comunidades que mejor educan.

Mis lágrimas de emoción de hoy, sin embargo, se las dedico a los profesores de mi hija y a los políticos castellano leoneses que han materializado una educación como Dios manda. Ellos se las merecen porque es impagable la formación que han dado a nuestros hijos. Las lágrimas de julio, aquellas tan dolorosas que me hicieron sufrir por una chica excelente –qué paradoja, ¿verdad?, que uno tenga que llorar por una gran alumna en lugar de hacerlo por un hijo descuidado en los estudios–, se las remito con toda educación y caballerosamente a usted y a todos los ministros que han posibilitado este desastre educativo. Lo hago como un hombre civilizado que cree en la ley como instrumento de la ordenación de la convivencia humana y en la posibilidad de mejorarla cuando no sirve.

En julio, ya se lo he dicho antes, sufrí en propia carne la injusticia normativa de este país en materia de educación, algo concreto que, en medio de este marasmo secesionista, no debe importar tanto, ¿ o sí? Pero mi hija es una ciudadana responsable con derechos subjetivos que deben ser respetados, y, por una razón u otra, ha sido discriminada. Hoy lloro de felicidad, y estoy seguro que usted estará tan contento como yo. Gracias, pero mire, por favor, reflexione un rato sobre ¿qué han hecho ustedes con la educación?