A quién aplaude el presidente

Por Manuel Asur González García

En mayo, las soleadas mañanas de Oviedo son tan dulces que hasta en los coches el ruido ronronea con cariño de gato. Fue una mañana así, cuando salí de mi casa para pasear por la campiña de Santullano, donde una pequeña iglesia del siglo IX, patrimonio de la humanidad, me seduce con su serena geometría medieval y me abre un claro en el bosque de mis preocupaciones.

Caminaba lento, sumido en mis pensamientos, cuando de pronto una joven me adelanta fugaz y airosa. Sobre su libre cintura, una larga melena rubia se balancea con el oleaje. Me atrajo tanto aquel mundo moviente, aquella marina urbana, que acoplé mis pasos a los suyos como en un desfile militar, uno, dos, uno dos y la seguí a discreta distancia.

Me sentía marinero, remador vivo, ligero como un aspa de la manchega llanura que esparciera mis arraigadas cavilaciones entre la alegría de las margaritas. Así iba de contento, cuando de repente la luz que guiaba mis pasos se apaga, se detiene. Desacoplo la marcha marcial, esquivo a mi Dulcinea y al adelantarla puedo observar el motivo de la parálisis. Un botón de su blusa desabrochada. Supero el poderoso fulgor y prosigo mi camino mucho más lento que antes. Mucho más. Como abrochándome infinitos botones. Pero uno me obliga a sentarme en un banco de la acera. Me urge a examinar la clase de hilo que lo sujeta. Es un hilo especial que cose una fábula de Juan E. Hartzenbusch, Las Espigas: La espiga rica en fruto / se inclina a tierra; / la que no tiene grano, / se empina tiesa. / Es en su porte / modesto el hombre sabio, / y altivo el zote.

No comparo la ágil rubia con la espiga tiesa y sin grano. La belleza nunca es zote, más bien azote. Comparo las espigas con las imágenes de una fotografía que había contemplado unos días antes.

En la foto, el Presidente de Castilla-La Mancha aplaude a una mora cubierta con un burka. El aplauso es debido a que la Escuela de Traductores de Toledo recibe el octavo premio internacional Rey Abullach Bin Abdulaziz de Traducción. Su fin es promover el diálogo entre culturas para evitar el choque de civilizaciones. Mas lo chocante es el aplauso del socialista. Su reconocimiento. ¿Cómo reconocer lo irreconocible, ver lo invisible, dialogar con un fantasma?

Un burka es un símbolo. En Europa, símbolo de la opresión de la mujer. Pero el burka, al mismo tiempo que oculta, muestra y envuelve. Envuelve un regalo de doscientos mil euros. Tómalo presidente. Para ti el oro, para mí el batir de palmas. Yo te compro, tú te vendes y después gloria.

En una ceremonia ¿qué es un símbolo? Un símbolo supone siempre una escisión entre la parte simbolizante y lo simbolizado, entre lo que se ve y no se ve. Se ve un burka, no el islam. El presidente aplaude al islam, pero no lo sabe. No sabe que un símbolo, en su origen, es un objeto cortado en dos trozos para entregar a dos personas que van a separarse por largo tiempo. Cuando vuelvan a verse, sólo podrán reconocerse al juntar ambas partes. Al adherirlas. El símbolo evoca adhesión. Evoca una comunidad dividida que busca unirse, formarse, reformarse.

En una España secesionista lo que el cristianismo no une, únalo el islam. Sabemos bien qué pasaría. Y para unir hay que implantar símbolos. Desarraigar la cruz, arraigar la media luna. Borrar el Derecho Romano, escribir la Sharía. Cruz y media luna no sólo son símbolos religiosos. Son mucho más, queridos “laicos”. Son estructuras dominantes que configuran una manera de vivir, una moral, una filosofía secular.

España se configuró contra el islam. La democracia se configuró contra la teocracia. La primera democracia rural de Europa la hizo posible Alfonso IX al promulgar, en León, la primera Carta Magna del mundo en el año 1188. Siempre contra el islam.

El presidente de Castilla-La Mancha no aplaude al simbólico burka. Jamás. Agasaja a un hombre que ha logrado detener las balas con la cultura. A un incombustible nefelibata que unió en una subvencionada Alianza, no con el dinero del contribuyente español, sino con sólo sus ideas, todas las civilizaciones. Pues allí, bajo el sayón negro no respiraba ninguna mora, sino la espiga rica en fruto, la que se empina tiesa y siempre corona, con plástica sonrisa, el ubicuo y andrógino porte primaveral de José Luis Rodríguez Zapatero.