Es el turno de la nueva casta

Por Alberto Ignacio Pérez de Vargas Luque

Nadie debiera sentirse sobrecogido por la situación política española ni, por reducción, por la catalana, no son más que consecuencias de unas elecciones basadas en los principios de la democracia: metodología incuestionada de la coexistencia. Los que pueden decidir sobre estos asuntos han implementado en el sistema algunos detalles que corrigen la pureza de “un hombre un voto”, pero aun con correctivos, a la democracia no se le añade ningún adjetivo; es decir, se asume que el sistema no pierde vigor y que no procede entrar en consideraciones sobre su limpieza. Cuando se establecen las normas e incluso las cautelas a lo que pudieran dar de sí, y se adoptan como paradigma de la convivencia, no tiene sentido turbarse con el resultado de su aplicación.

El pueblo ha hablado y ahora lo que hay que hacer es abordar la faena. Una vez constituido el Congreso, la democracia está envasada, restringida al ámbito de su territorio. Lo que haya de ocurrir dependerá de la calidad del colectivo que la voluntad popular ha diseñado para que la represente. Conviene ahora reflexionar sobre ese resultado y valorar observándolo, de qué pasta estamos hechos los españoles. Porque ese colectivo es la representación fiel de nuestra realidad conjunta. Aprender de lo que hemos hecho y actuar de modo consecuente con lo que hemos hecho es lo que debiéramos hacer ahora.

De un lado y de otro, de extremo a extremo, la clase política nos habla de sensatez, pero no hay duda que esa sensatez es entendida de distinta hechura según se emita desde una u otra perspectiva. He ahí la cuestión, pudiera ocurrir incluso que ni siquiera sea el mismo sentido común del que se habla en discursos emitidos por fuentes inspiradas en principios dispares. Sería, como dicen los juristas, cuestión de interpretación y claro está que esa interpretación depende de lo que cada uno postule y de cuáles sean sus intereses.

Estamos ante un dilema conceptual que nada tiene que ver con el sistema sino que concierne a la condición humana. Parece que lo razonable sería consensuar lo que más conviene, pero la razón tampoco funciona como instrumento de búsqueda del equilibrio entre partes. Lo razonable en su día fue condenar a los que se atrevieron a razonar proponiendo un cambio en la concepción del Universo. No éramos el centro del cosmos, decían unos cuantos espíritus tenidos por heréticos. Y ya vemos cómo evolucionaron las cosas desde entonces.