Morante, Dalí y la Fiesta Nacional

Por Fernando Luna Fernández

La reciente prohibición por parte del Ayuntamiento de Barcelona del anuncio en el que Morante de la Puebla, caracterizado de Salvador Dalí, promociona las Fiestas del Pilar, ha devuelto a primera plana la polémica en torno a la Fiesta Nacional. El Consistorio, en su escueta resolución, “no aprueba la creatividad presentada”, al tiempo que apela a su declaración de 2004 “contraria a las corridas de toros y favorable a los derechos de los animales”, en tanto que el diestro considera la negativa "todo un atropello a la libertad de expresión ".

Los derechos fundamentales –entre los que se halla el citado por el torero y que se sintetiza en la libre difusión de ideas- no son plenos, sino que encuentran sus límites cuando entran en conflicto con otros valores o derechos. O sea, que es preciso delimitar qué derechos colisionan para realizar una ponderación adecuada.

Desde una primera perspectiva más material (por así decirlo) que se centra en el propio cartel, no en lo que publicita, la palabra angular es “creatividad”, que usa la Corporación y que enraíza con la de arte. Por tanto, debemos preguntarnos si el cartel puede considerarse una obra de arte: “una manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros” (DRAE).

Que el cartel –la creatividad- es una obra de arte es incuestionable, pero naturalmente este, como manifestación de la libertad de expresión, tiene también sus fronteras en el respeto de los derechos o la reputación de los demás y la protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas. ¿El cartel sobrepasa alguno de estos límites? Evidentemente no; por consiguiente, desde esta vertiente es un acto de censura arbitraria e ilegal.

Pero avancemos para pasar del continente al contenido (o si se prefiere, del significante al significado) en el que se reivindica la lidia, ciertamente como manifestación artística y que se concreta en el eslogan “#SoyArtePuro”. Desde esta artista, a la libertad de expresión habría que contraponer el derecho de los animales, pues si el toreo conlleva el sacrificio de un toro no es lícito publicitar una práctica que conculca el supuesto derecho del astado a la vida y a la integridad física.

La pregunta aflora inevitablemente: ¿tienen derechos los animales? La respuesta es clara: no. El derecho, entendido como conjunto de principios y normas expresivos de una idea de justicia y orden, regula las relaciones humanas en sociedad. No es, pues, una cualidad connatural de los seres vivos sino fruto de una actividad humana tras un proceso reglado y racional que resulta ajeno –disculpen la obviedad- a los animales. Solo los humanos somos titulares de derechos porque tenemos conciencia de lo justo y lo injusto, de lo bueno y de lo malo, en tanto que el animal actúa por instinto.

El ordenamiento jurídico confiere a los humanos obligaciones hacia los animales, pero no se corresponde con la titularidad de derecho alguno por parte de estos, sino con el acatamiento de las responsabilidades de alcance bioético que el hombre tiene para con los animales y, más aún, con el medio natural en el que habita, acorde con la sensibilidad social actual.

Este imperativo ético quiebra cuando al animal se le ocasiona un sufrimiento innecesario y gratuito, entendiendo por tal el que paralelamente no satisface ninguna necesidad humana ni la finalidad para la que es criado. Y así, se sacrifican animales en el matadero para comernos su carne; se experimenta con simios en los laboratorios antes de aplicar los avances científicos en humanos; se ceban gansos y cerdos, por ejemplo, para obtener paté y jamón; o se crían toros para aprovechar su bravura en la lidia.

Focalizar el maltrato animal en el toreo, afirmando que los aficionados acuden a los festejos para ver sufrir a un animal y abstrayéndolo de las connotaciones estéticas y culturales, supone una falacia reduccionista sin igual, una doble moral inaceptable y, aún peor, sojuzgar la libertad de algunos sobre la base de una falsa superioridad moral de otros.

Y no nos engañemos: el veto al cartel de Morante, al igual que en su día la abolición de los toros, tiene en Cataluña más que ver con la significación ‘nacional’ de la Fiesta que con los supuestos derechos de los animales, pues en otro caso se hubieran prohibido igualmente los correbous. Por descontado, la libertad de expresión –según la particular visión de los nacionalistas y populistas liberticidas- ampara una ignominiosa pitada al himno nacional en presencia del Rey, pero no las manifestaciones artísticas de un torero.

Desde hoy me declaro morantista: por su arte y audacia dentro y fuera de la plaza y por la defensa de una libertad que, en definitiva, es la de todos.