España ha vivido una semana calificada por la mayoría de analistas políticos, cuando menos, de "esperpéntica". Un partido como el PSOE con 146 años de historia ha protagonizado el más absoluto de los ridículos a cuenta de una militante como Leire Díez. El descrédito del socialismo, de este socialismo sanchista con personajes como el propio presidente del Gobierno, su mujer, su hermano, su íntimo amigo José Luis Ábalos y toda su cuadrilla, es absoluto.

Más aún cuando el Tribunal Constitucional está a punto de acabar con nuestro texto fundamental como ley "normativa" y que pase a ser "interpretable" respecto a lo que no cita expresamente. Me refiero a la futura sentencia sobre la amnistía los golpistas catalanes del 1-O.

Dudo mucho que todo este acabe con el Gobierno actual. Sánchez ha demostrado ser un maestro en manejar la agenda política con un escándalos sobre el siguiente. También en manejar el "relato" frente a una sociedad completamente fragmentada y polarizada en dos bloques cada vez más irreconciliables. No acabará con Sánchez pero sí erosionará nuestros cimientos democráticos.

No obstante, pese al desgaste, no coincido con las voces agoreras que ven un peligro inminente para nuestra democracia, entre otras cosas, porque siguen funcionando los contrapoderes, empezando por una oposición que libremente puede criticar y denunciar todo lo que está sucediendo, una ciudadanía que puede manifestarse y el Estado -la administración pública, el poder judicial, los cuerpos y fuerzas de seguridad...-, que garantiza nuestros derechos. Flaco favor haríamos a nuestra democracia si cayésemos en el derrotismo.

El pasado mes de mayo la editorial Ariel publicó en España Revolución y dictadura. Los orígenes violentos del autoritarismo, de los politólogos Steven Levitsky y Lucan Way. En su extenso análisis de todas las revoluciones sociales violentas que derivaron en dictaduras autocráticas o totalitarias (en su mayoría de corte socialista pero también, islamistas o identitarias), han descrito con amplitud de detalles, una por una, las causas que hicieron que estos regímenes terminasen siendo en su mayoría tan duraderos y estables.

España, como el resto de sus aliados europeos, está muy lejos de vivir un proceso revolucionario fruto del desgaste de su actual sistema político. Quizás en otros países (incluso potencias mundiales) de los que diríamos lo mismo hace apenas hace unos años muestran un desgaste más nítido de sus instituciones democráticas. Y por tanto tienen más peligro en devenir en nuevas autocracias.

Incluso algún régimen como China, cuya reciente historia política es analizada por Levitsky y Way con absoluta brillantez y rigor, sigue siendo una dictadura de las más longevas. Y sin embargo, es vista como uno de los futuribles hegemónicos más plausibles en el mundo de la posGuerra Fría que se descompone por momentos, al tiempo que los conflictos bélicos reconfiguran el orden mundial.

Sostiene los autores que las tres características que han influido en la "durabilidad" de las autocracias en los dos últimos siglos son la cohesión de las élites, la ausencia de poderes alternativas y un aparato coercitivo fuerte y leal.

Al tiempo, la radicalidad de estos regímenes y su triunfo frente a los movimientos contrarrevolucionarios aumenta sus posibilidades de éxito frente a los que buscan políticas acomodaticias. Tras esto, la construcción de un nuevo estado basado en el partido y en el control de los ejércitos y servicios de seguridad, contribuye a un autoritarismo duradero.

Creo que aun estamos muy lejos de estos casos, que además, ya hemos vivido hace relativamente poco tiempo, pese a que la dictadura franquista no surgió de una revolución sino precisamente como contrarrevolucionaria -recordemos buena parte de los sucesos de la II República, entre otros, la revolución de Asturias-.

Pero al mismo tiempo, no permitamos que se socaven los elementos fundamentales de nuestra democracia: la separación de poderes y un Estado cohesionado con resortes fuertes que garanticen nuestros derechos fundamentales basados en la Constitución. Que una falsa sensación de seguridad en nuestra democracia no termine por destruirla ante la inacción.