Fui a la biblioteca de Luis Alberto de Cuenca porque me habían contado que allí dentro se corre el riesgo de morir sepultado entre libros. Tengo la edad de los poetas románticos. Soy tan joven como para fantasear sin miedo sobre las distintas maneras de morir. Y entre el ahogamiento, las brasas o una prosaica enfermedad, prefiero lo de los libros. Sobre todo si son de Luis Alberto. Porque han pasado un filtro de calidad.

Luis Alberto de Cuenca, en su biblioteca.

Luis Alberto de Cuenca, en su biblioteca.

Llamé a la puerta pensando en la vecina de abajo, que es bailarina; pensando en que también es joven y en que no tenía la culpa de mi oscura fantasía. Conforme escuchaba los pasos de Luis Alberto al otro lado, pensé en ella y en que, ojalá bailando, también muriera con nosotros.

Abrió la puerta el poeta. Poniéndome de puntillas, confirmé la leyenda por encima de su cogote: había libros por todas partes. Encima de los hornillos, sobre los azulejos. Los mil y un tomos de las mil y una noches, ¡sobre el frigorífico! Los libros se levantaban por el suelo en simétricas columnas, como en un templo clásico. Libros hasta en el microondas.

La cocina-biblioteca de Luis Alberto de Cuenca.

La cocina-biblioteca de Luis Alberto de Cuenca. D.R

Pensé que era casualidad pero, tras pedir permiso, cogí un par de ejemplares para hojear y ojear. Por el rabillo del ojo, contemplé cómo Luis Alberto corría a algún lugar y traía otros dos libros para evitar que la mutilación de esa columna acabara con la simetría del templo.

Comenzó la expedición. Puso en mis manos Luis Alberto Juanito diminuto, de Wilhelm Busch: las peripecias de una especie de Pulgarcito que se adentra en territorios ignotos, habitados por criaturas misteriosas. No tenía miedo de las obras maestras que salían a nuestro paso porque iba delante el poeta. Caminamos despacio, adagio, adagio, sin miedo y con esperanza.

Una vez, Luis Alberto tituló uno de sus libros Sin miedo ni esperanza, pero me confesó que, en el fondo, no pensaba tal cosa. A una lectora, en la primera página, le confesó la verdad: "Sin miedo y con esperanza".

Afrontamos primero el gran combate: una primera edición de Dracula. El ejemplar amarillo y el nombre de Bram Stoker en el color de la sangre. Luis Alberto lo puso en mis manos. A mí me da miedo tocar las primeras ediciones de los demás, pero superé el trance el día que Miguel, un librero de Moyano, me dejó a cargo de su caseta con una primera de Lorca dentro. Cuando quise decirle que no, él ya estaba muy lejos: "¡Si te preguntan y no sabes el precio, me llamas!".

"Preferiría no hacerlo, Luis Alberto", le dije como Bartlebly el escribiente, el personaje de Herman Melville. Pero ya tenía a Dracula conmigo y se me afilaron los colmillos. Ahora sí, quería tocar todas las primeras ediciones, sin vergüenza y con esperanza.

–Oye, hablando de Bartleby, ¡mira!

Y sacó Luis Alberto la revista donde se incluyó por primera vez ese cuento. Después, me mostró también la primera edición en libro. Ese fetichismo reflejaba bien la enfermedad obsesiva de quienes soñamos bibliotecas.

El salón-biblioteca de Luis Alberto de Cuenca.

El salón-biblioteca de Luis Alberto de Cuenca. D.R

Seguimos caminando. Nos tropezamos con una antología de Foxá, poeta maravilloso pero poeta prohibido por falangista. Leímos juntos su "melancolía del desaparecer": "Y pensar que, después que yo me muera, aún surgirán mañanas luminosas; que, bajo un cielo azul, la primavera, indiferente a mi mansión postrera, encarnará en la seda de las rosas".

Abriga tanto la vida una biblioteca que parece mentira que un día habremos muerto. Luis Alberto suele traer a sus hijos a pasear por aquí para explicarles qué es y cuánto vale cada libro. No por nada, sino para que conozcan las coordenadas del tesoro cuando falte el padre. Luis Alberto me explicaba y era inevitable sentirse un hijo.

Con estanterías que parecen a punto de vencerse, preside el salón el retrato de un niño. Leer es jugar. Y jugamos un rato junto a los lomos donde asoman las novelas policiacas. Hace no tanto, Luis Alberto era como el del retrato: tenía doce años, un cuaderno de tapas rojas y escribía imitando a Juan Ramón.

Sorteamos los libros de Baroja, el escritor de partida; y atravesamos el puerto de Azorín, escritor de llegada. Pero en el altar de Luis Alberto está Borges, al que conoció en Argentina. Con Luis Alberto, a sus discípulos, nos ha pasado como a él con Borges. El encuentro no esconde la decepción, sino el hechizo.

Hace este poeta con su biblioteca algo poco común: no enseña libros, deja que el visitante se acerque, escoja uno y, a partir de ahí, se inicie la clase. Con ese hilo del que uno tira, Luis Alberto va cosiendo. Iba poniendo en mis manos cosas que me interesaban, que debería haber leído y no he leído.

Cuando entramos en la habitación de los niños, me tambaleaba de tanto peso. Estaba todo lleno de figuras, de ilustraciones. Era el paraíso donde habían crecido sus hijos. Había algo de nostalgia. Porque este piso fue hogar y hoy es biblioteca. Luis Alberto vive con Alicia, su esposa que es también novia, en otro lugar.

Íbamos hablando de asuntos que no se pueden escribir: del amor, de la amistad, de las dudas. De que los griegos situaban las funciones emocionales en el hígado, de que fueron los romanos quienes las asociaron al corazón. De que, "un momento, perdona, tengo que coger", se busca un joven poeta que vaya a casa de un viejo poeta a arreglarle el ordenador.

"Yo no puedo ir hasta allí, Luis Alberto, que tengo que escribir para el periódico esta tarde". Y era difícil, porque ese poeta, al parecer, tiene muchos enemigos. Menos mal que estoy escribiendo sobre la biblioteca de Luis Alberto y no sobre Luis Alberto de Cuenca. En tal caso, ¿a quién conseguiría que lo criticara para equilibrar el perfil?

Es catedrático de cosas antiguas, fue director de la Biblioteca Nacional, hasta secretario de Estado de Cultura, donde se cansó de fingir. Para eso, es mejor la literatura. Suele llevar el poeta americana con vaqueros. Me lo explicó nuestro común amigo Karmelo C. Iribarren. Es como la metáfora encarnada de la poesía "De Cuenca". La brisa de la calle y los clásicos; la americana y los vaqueros.

Quise discutir con Luis Alberto de algo, porque uno no puede rendirse así al tema de su columna. Pero coincidí. Me dijo que nosotros, los jóvenes de hoy, estamos más preparados y somos mejores que ellos cuando nosotros. Pero ellos eran mucho más cultos cuando nosotros. El eterno despropósito español, el monstruoso dilema: o una educación más culta, pero franquista, o una educación más inculta, pero democrática. A eso nos llevó la dictadura primero y la partitocracia después.

Luis Alberto lamentó que hoy no ocurra como hace sesenta años, cuando los viejos querían tener amigos jóvenes y los jóvenes querían tener amigos viejos. Por eso Luis Alberto, cuando me firma los libros, siempre empieza diciendo "para mi amigo", como si no supiera que el que gana por goleada soy yo.

Fuimos transitando por las habitaciones. Pasamos por la terraza, con las persianas bajadas como parapeto, y hablamos a la sombra de El corazón de las tinieblas. Sólo al final, en la estantería más alejada del ojo de la casa, me encontré con sus libros. Los tiene ordenados, pero escondidos, como quitándose importancia, como si realmente fueran ese "cuaderno de vacaciones" que un día escribió.

Me regaló unos cuantos porque se los pedí, pero él quería que me llevara algo del siglo de oro. Cuando alcancé la cocina para marcharme, ya no le veía ni los ojos. Iba a caerme, me temblaban los brazos de tanto peso. Miré al suelo por si crujía, ¡la vecina!

No se acababa la conversación, pero mis muñecas no podían más. Cuando le fui a decir adiós, alarmado, me dijo: "¡He perdido las gafas! No puede ser. ¡Las necesito!". Me parecía muy cruel dejar a un lector desvalido en tal biblioteca, ante todas esas criaturas paginadas. Un paso en falso y podría ser devorado por Dracula. Así que aparqué mi botín en el suelo y nos pusimos a buscar.

Aprovechamos para repasar los conceptos. El poema de Foxá, las novelas de Simenon, Baroja y Azorín, Louise Mary Alcott, Idea Vilariño, el amor, la amistad, las dudas, el viejo poeta que necesita a un joven poeta para arreglar el ordenador, la sombra de la terraza, el cuarto de los niños, sus libros escondidos, las figuritas de plomo en las estanterías. "¡Espera, un momento, que antes no hemos visto los tebeos! ¡Mira tú, que yo no veo!".

Regresamos apesadumbrados al umbral de la puerta. No había manera de encontrar las gafas. "Muchacho, es imposible, estoy seguro de que, cuando has entrado, las tenía conmigo".

Se palpó Luis Alberto el corazón, donde los romanos situaban las penas. Luego se llevó la mano a la zona del hígado, donde las situaban los griegos. Después, niño del Pilar, se golpeó el pecho, "por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa"… "¡Mierda, pero si las tengo aquí colgadas! ¡Las he tenido aquí todo el tiempo!".

Estábamos recorriendo la montaña mágica, ¿cómo íbamos a fijarnos en las gafas? Cuando hay libros delante, no se ve la realidad, se ve otra cosa. Digamos que es… Se parece a… Es como si dijéramos que… Es... El triunfo de estar vivo (Cátedra, 2024).