Orwell dijo aquello de que "ver lo que tenemos delante de la nariz requiere una lucha constante".

No hace falta ser ningún estratega ni gran analista para ver la naturaleza de Putin y su régimen. Sólo un poco de sentido común y no autoengañarse con lo que tenemos delante.

Aún así, durante años demasiados responsables políticos y diplomáticos se negaron a ver las crecientes evidencias de a dónde iba Rusia con Putin. Llenaron las arcas del Estado ruso a cambio de sus hidrocarburos y prebendas políticas y personales (hola, Schroeder).

Vladímir Putin vota online en la primera jornada de las elecciones presidenciales rusas.

Vladímir Putin vota online en la primera jornada de las elecciones presidenciales rusas. Reuters

Las relaciones económicas estrechas evitarían el conflicto, nos aseguraban Merkel, Sarkozy y otros. Cortejar a Putin y repetir palabras huecas sobre una firmeza inexistente tras cada nuevo exceso en casa o agresión fuera, era la "política rusa" de muchos gobiernos occidentales a izquierda y derecha, con honrosas excepciones.

Por supuesto, él nos tomó la medida.

Ya sé: hay figuras públicas que veneran más o menos abiertamente Putin y el putinismo. Unos le ven (no se rían) como salvador de la Cristiandad, aunque sus fuerzas violan, matan mujeres y niños, castran soldados ucranianos, destruyen iglesias y ejecutan y torturan sacerdotes cristianos, también católicos, en la Ucrania ocupada (¿algo que decir de tus ovejas, Francisco, o sigues yendo de Pilatos?).

Otros aún piensan que este imperialista es antiimperialista. Hay a quienes, en fin, les gusta este sistema igual que otros abrazaron el nazismo o Vichy.

¿Y en Rusia?

Recuerdo con melancolía una visita hace años a San Petersburgo, donde me reuní con gente de la sociedad civil y demócratas rusos (quiero decir, no la "oposición" organizada por el Kremlin). Su espacio se achicaba cada vez más entre nuevas tuercas a la legislación sobre agentes extranjeros, detenciones constantes, etcétera.

Ruslana (llamémosla así) me decía que apoyaba a Navalny, pero no quería ir a la cárcel ("soy madre"). Esto fue un par de años después de que acribillaran cerca del Kremlin a Boris Nemtsov, uno de los últimos grandes políticos rusos y opuesto a la guerra contra Ucrania.

Entre sus colaboradores, el valiente activista Ilya Yashin, a quien tuve la suerte de traer a Madrid para una conferencia y que hoy se pudre en un penal. De camino al mismo, tuiteó que no padecía ninguna enfermedad crónica que, sorpresa, se lo pudiera llevar de pronto.

Los opositores rusos de verdad suelen desear que Ucrania gane la guerra, pues si no, insisten, el régimen no tendrá fin. Yashin ha dicho lo obvio, que Putin es un criminal de guerra.

Navalny asesinado. Era cuestión de tiempo. Más allá de su potencial como alternativa y su trabajo contra la corrupción de Putin, Medvedev y otros, le mataron porque pueden. No hay que buscar mucha más racionalidad que la lógica del asesinato y el terror, de la impunidad como elemento central del régimen.

Se ha investigado cómo Putin llegó al poder tras una serie de bombazos contra apartamentos en 1999, que contribuyeron a auparle al poder en tambores de guerra contra Chechenia (las ruinas de Grozny y centenares de miles de muertos son otro aviso a navegantes sobre una "tregua trampa" con Rusia en Ucrania). Autores como David Satter vinculan a los servicios de inteligencia rusos con esos atentados.

[Mijaíl Jodorkovski: "No hay modo de acabar con Putin de forma democrática, la única vía mínimamente pacífica es una revolución"]

Estos años, inexorablemente, el putinismo ha evolucionado de sistema autoritario al proto-totalitarismo. Es decir, un régimen político en la práctica semidictatorial basado en la represión y la eliminación legal o física de toda alternativa.

Recuerdo que hace pocos años hablábamos cómo si el estalinismo era tres cuartas partes represión y una cuarta de propaganda, el putinismo era al revés. Esto, evidentemente, ha cambiado para peor aún.

Al régimen le sigue preocupando (cada vez menos) mantener cierta pátina de legitimidad y legalidad, aunque sea orwelliana. De ahí estas no-elecciones, con anécdotas como los supuestamente 330.000 observadores de más de 70 países que, en su propaganda, seguirán esta farsa criminal. Rusia ni ha tenido elecciones libres ni justas en 20 años, ni las tendrá mientras la junta mafiosa que la gobierna siga en el poder.

Al menos medio gobierno ruso y todo su Consejo de Seguridad Nacional deberían de hecho estar en la cárcel por numerosos crímenes contra ciudadanos rusos y su propio país.

[Envenenamientos, cárceles siberianas o extraños suicidios: así han desaparecido los rivales de Vladímir Putin en los últimos 25 años]

Ese Consejo de Seguridad Nacional que aprobó la decisión de Putin de destrozar Ucrania debería también, en un mundo ideal, terminar en La Haya. Son figuras propias de Nuremberg.

Las declaraciones genocidas y brutales del expresidente Medvedev (el otrora "moderado", que busca hueco en la Rusia post-Putin), abogando por la destrucción de Ucrania, el asesinato en masa y deportaciones, son cada vez más similares a las de Goebbels o Himmler en su día.

Este régimen criminal no tiene solución. Tampoco ningún plan B que no sea destruir Ucrania, la OTAN y la seguridad europea.

Dicho esto, son criminales y asesinos, pero no suicidas (o por lo menos no aún): calcularán dónde dar el golpe pero procurando poder seguir en el poder, su otro objetivo principal. Prefieren ver cómo colapsan nuestras sociedades desde dentro que enviar tanques a Berlín (aunque no sé si puedo decir lo mismo de Finlandia, Bálticos, Polonia, ni por supuesto Moldavia, que sólo Ucrania protege).

Una pregunta acuciante no es el resultado de estas no-elecciones, sino si, uno, Putin volverá a decretar movilización para su ofensiva de verano, algo enormemente peligroso para Ucrania, y, dos, dónde y cómo asestarán su siguiente golpe contra nosotros.