Ciudad de México, anteriormente conocida como Distrito Federal, es un monstruo de casi nueve millones de habitantes que se convierten en veintiuno si consideramos la Zona Metropolitana del Valle de México (ZMVM), que genera una enorme presión sobre el tráfico rodado. Sus habitantes desperdician unas 227 horas al año, más de nueve días, en desesperantes atascos. El conductor medio en México prácticamente no se atreve a arrancar su coche sin una app como Waze o Google Maps que le informe sobre las condiciones del tráfico. 

Por lo general, las ciudades congestionadas suelen optar por la solución que parece más intuitiva: construir más infraestructuras. Sin embargo, Ciudad de México apunta a una solución que, como anteriormente hicieron Londres o San Francisco, mira en sentido contrario: reducir espacios de parking. En la capital británica, el número de espacios de aparcamiento se ha reducido en un 40% desde la modificación de la regulación correspondiente en 2004. 

En ciudades de todo el mundo se empieza a vivir una auténtica guerra contra el parking. La idea es desincentivar la propiedad y el uso del automóvil por todos los medios: si vives en una gran ciudad aquejada de problemas de tráfico, nadie te prohibirá como tal que tengas y utilices tu propio coche, pero sí podrán desde cerrar determinadas zonas al tráfico rodado, hasta prohibir completamente el aparcamiento en superficie, algo cada vez más popular sobre todo en zonas con atractivo turístico que se pretende preservar, o en las que se intenta recuperar espacios para el uso peatonal. 

El mayor atasco de la historia se produjo en la G110 china en agosto de 2010, en una autopista con decenas de carriles. En total, se extendió más de cien kilómetros y duró diez días: algunos conductores permanecieron en él hasta cinco días, moviéndose menos de un kilómetro al día, mientras los habitantes de la zona les vendían alimentos y bebida. Todo indica que la construcción de más carriles, además del elevado coste que representa en términos de obra pública, termina por convertirse en un incentivo para los desplazamientos en vehículo privado, contribuyendo a agudizar el problema. 

Únicamente reducir infraestructuras no arregla el problema, pero sí parece cada vez más uno de los componentes sobre los que incidir desde el lado de las políticas públicas. Claramente, estamos ante un cambio de época: de ciudades pensadas para el automóvil, a otras pensadas para, precisamente, desincentivar su uso, al tiempo que proponen e incentivan métodos de transporte alternativos de todo tipo. Ciudades mucho más verdes, y sobre todo, más sostenibles. En todos los sentidos.