A medida que avanza hacia el borde del precipicio, el por tantas razones inefable procés independentista de Cataluña nos va deparando episodios y lances cada vez más disparatados y más extravagantes, sin que parezca vislumbrarse un límite para los desatinos de sus más entusiastas paladines. El último caso ha sido el del exjuez (y, hasta ayer mismo, senador por ERC) Santiago Vidal, a quien ha colocado en la rampa de lanzamiento hacia el limbo un vídeo grabado durante una conferencia inenarrable, que debería guardarse como monumento audiovisual a la irresponsabilidad oratoria y a la inconsciencia política.

Entre otras muchas cosas absurdas, se ufanaba su señoría de que el gobierno al que sostiene, entre otros, su partido, se ha hecho con los datos personales de todos los ciudadanos catalanes, que pretende tratar y utilizar en contravención de todas las leyes existentes en la materia. Por si alguien no está muy familiarizado con ellas, dichas leyes no están dictadas por el malvado Estado español para defender sus intereses; en rigor, ni siquiera cabe atribuirles a las cámaras legislativas españolas su autoría, en tanto que se limitan a trasponer la legislación europea en la materia. Lo que tales leyes protegen es, ni más ni menos, un derecho fundamental de los ciudadanos, que el señor Vidal se jacta de estar pisoteando en aras de la que parece ser su absoluta y única prioridad, la construcción nacional de Cataluña.

Dicen que las ventas de 1984, el clásico de George Orwell, se han disparado en los Estados Unidos desde que Donald Johnson Trump calienta el sillón del Despacho Oval de la Casa Blanca. Otro tanto debería suceder en Cataluña, a la vista de las prácticas de las que no se priva de presumir un senador elegido bajo las siglas de quienes en este momento la gobiernan.

Otra perla de la intervención es la referencia a técnicas de presupuestación encubierta, según las cuales existirían en la ley de presupuestos presentada por el Govern de la Generalitat unas partidas que no corresponderían a la realidad del gasto en ellas declarado, sino que serían una mera cobertura para otros gastos subrepticios a mayor gloria de la secesión. O lo que es lo mismo: la burla absoluta de los principios de control y transparencia del gasto público y de su sometimiento al control de la voluntad popular expresada en la votación parlamentaria, que para eso se impone la obligación de aprobar por ley los presupuestos.

Bastan estos dos rasgos para dibujar la distopía en que se convierte la Cataluña soñada por su (ex) señoría, en la que no hay principio rector superior a la determinación de quienes la gobiernan, exentos de rendir cuentas al pueblo cuya voluntad interpretan y aplican por sí y ante sí. Bastan, también, para celebrar que el exjuez Santiago Vidal no pueda, desde hace algún tiempo, poner y firmar sentencias que decidan sobre los derechos de los ciudadanos, que tan notoriamente desprecia.