La dimisión esta semana del embajador británico en Bruselas, Ivan Rogers, tras criticar la falta de claridad de su gobierno en las negociaciones de salida de la Unión Europea, ha puesto de relieve la realidad del brexit. A saber: que seis meses después de votar la salida del proyecto europeo, los británicos siguen sin tener ni idea de qué hacer al respecto.

La presidencia de Theresa May se ha basado en un eslogan: “Brexit means brexit”. O, en otras palabras, no habrá marcha atrás al proceso de salir de la UE. Más allá de eso, y a pesar de las peticiones de la oposición y de los empresarios, el Gobierno ha sido incapaz de explicar qué hará en la negociación con sus pronto ex socios europeos. ¿Dará prioridad a la permanencia en el mercado único? ¿Lo supeditará todo a la capacidad de controlar la inmigración? ¿Utilizará el estatus legal de los europeos residentes en Reino Unido como comodín? Nadie sabe nada. Brexit significa brexit y eso significa muy poco.

Resulta ilustrativo hacer aquí la comparación con la victoria de Donald Trump. Esta sorprendió a todos, pero se produjo en un marco institucional tan claro como rígidamente regulado. En ningún momento han existido dudas acerca de cuándo sería investido Trump, cuáles serán sus poderes como líder del ejecutivo, cuánto durará su mandato, etc. El voto a favor del brexit, en cambio, ha dinamitado la mayoría de cauces legales e institucionales existentes. Las funciones que desempeñarán el ejecutivo y el legislativo, por ejemplo, siguen sin quedar nada claras; como no se sabe cuánto puede durar el proceso ni cuántas etapas tendrá.

Hay dos lecciones aquí para los no británicos. La primera es que la catarsis que se presupone en un referéndum es engañosa. La votación del 23 de junio arrojó un resultado claro, sí: puestos a elegir, la mayoría de británicos preferiría no estar dentro de la Unión Europea. Pero los partidarios de la permanencia no han visto nada desde entonces que les convenza de que aquella decisión no fue una extraordinaria frivolidad, realizada en base a una información equivocada y unos argumentos tramposos. La BBC mostró hace unos días las declaraciones de un hombre que votó a favor del brexit porque, según él, seguir en la UE significaría traicionar a los jóvenes que dieron sus vidas en el Somme para evitar que Reino Unido fuese gobernada por Alemania. ¿Está menos equivocado este tipo porque la mayoría de sus conciudadanos se hayan mostrado de acuerdo con él? ¿Una tontería deja de serlo porque caiga sobre ella una fina lluvia de horas, de días o de meses?

La segunda lección tiene que ver con la generación de consensos. La mayoría a favor del brexit fue mínima: un 52% frente a un 48%. Sin embargo, el Gobierno –espoleado por los altavoces mediáticos de los eurófobos- ha debido aceptar una lógica según la cual ese margen de victoria fue absoluto. Una y otra vez, la respuesta a quienes cuestionan los pasos que se están dando para salir de la UE –como los jueces que fallaron que el gobierno necesitaba contar con el Parlamento en este proceso, proclamados por el Daily Mail “enemigos del pueblo”; o como la mujer que impulsó aquella demanda, que ha sido sometida a una verdadera campaña de acoso; o como el propio Ivan Rogers- es tacharlos de resentidos e inadaptados, voces de una minoría que debe ser apartada en beneficio de la voluntad popular.

Así, la lógica de sí o no del referéndum fuerza a la sociedad británica a dar cuerpo a una gigantesca paradoja: un resultado que debía devolver a los británicos el control sobre su futuro está privando al 48% de los británicos de cualquier control sobre su futuro. Los eurófobos creían que Kafka reinaba en Bruselas, cuando resulta que se encuentra muy cómodo en Westminster.