En las elecciones del 26-J PP y Podemos practicaron una pinza estratégica para polarizar la campaña con la intención -elemental y fallida- de arrebatar al PSOE la hegemonía de la oposición. Pues bien, este miércoles, Mariano Rajoy y Pablo Iglesias han vuelto a aliarse, acaso sin proponérselo, en un reparto de papeles que ha permitido al candidato del PP no sólo salir indemne de las andanadas del PSOE, sino resarcirse de su pésimo estreno de la víspera.

El presidente en funciones había salido tocado de la intervención de Pedro Sánchez porque el líder del PSOE, que tomó el atril crecido, no sólo justificó cómodamente su voto en contra sino que, por momentos, pareció hacer el discurso de investidura que el martes se hubiera esperado de Rajoy. Por el tono, por la contundencia y por el cuidado con el que obvió a Ciudadanos, el secretario general socialista ha sugerido que el sudoku que él mismo ha planteado, según el cual tan malo es repetir elecciones como repetir de Gobierno, no es irresoluble. Hasta que Pablo Iglesias le ha puesto peana a Rajoy.

Su querencia maniquea ribeteada de impostaciones, puño en alto incluido, su denuncia del origen franquista del PP, la apropiación indebida de "España y sus gentes" en oposición a las obligaciones del Estado con Bruselas, y sus críticas al PSOE y a Ciudadanos han sacado a relucir al Rajoy más irónico y eficaz. Ambos se han enzarzado en un cruce de golpes y alguna lisonja inesperada -"Me encanta a debatir con usted porque no es ambiguo", dijo Iglesias al político gallego-, sobre todo para el PP.

Es como si la pinza estratégica hubiera sido superada por una intelectual según la cual los dislates y antiguallas del líder de Podemos mejoran y benefician -en contraste- a Rajoy como candidato aceptable. Cualquiera diría que Iglesias y allegados no temen volver a elecciones con tal de lucirse ante los propios rememorando a los republicanos de La Nueve que liberaron París, o recordando los muertos que aún quedan en las cunetas, o atacando al Ibex y a los inversores. Es decir, o a Podemos no le duele el millón de votos perdidos en junio o la vanidad revolucionaria es aún más importante que la propia revolución.

A Albert Rivera le tocó el complicado papel de defender su pacto con Rajoy, que al menos ha tenido este miércoles la deferencia -que no tuvo en su discurso del martes- de aplaudirlo. Que si el desbloqueo, que si la responsabilidad de Estado, que si la bondad de los pactos... Poco antes Iglesías le había dedicado un vaticinio con visos de maldición: "Al pactar con el PP ha escrito su epitafio". Rivera tuvo la audacia de pedirle, junto al PSOE, que le ayuden a "vigilar" al PP. Era quizá su modo de responder a una de las preguntas con las que Pedro Sánchez inició su intervención: "¿No hay vida después de Rajoy?".