El novio acaba de rezar sus oraciones. Libera, entonces, tan solícito como cohibido, a la novia; quitándole el velo. Y muestran, ambos, sus relucientes sonrisas. Que resplandecen igual que sendas rodajas de sandía fresca. Y la gente aplaude, enternecida; y las familias se entremezclan en plena calle; y todo es pleno barullo de satisfacción en esta noche oscura que, hoy, se inclina bajo los árboles.

Muchos niños, de mi misma edad, juegan con una indolencia que me gustaría poseer. Algunos invitados bailan, al ritmo de la trasnochada canción que ha elegido el tipo que se oculta tras un destartalado bafle; otros, se ponen a la cola para hacerse la foto de rigor. Todos quieren posar con los recién casados.

Ayhan, uno de los dos barbudos que me han traído hasta aquí, me hace la señal convenida y desaparece, escabulléndose, tras el gentío. Empiezan, entonces, a temblarme las piernas y las manos y me miento a mí mismo diciéndome que tengo frío por culpa del aire acondicionado del BMW M3 de Ayhan y no calor a causa del chaleco bomba que llevo oculto bajo la camisa. Pero sé que lo que me reconcome es el pánico. No quiero morir. Ni volar. Ni convertirme en un talibán asesino que, a tarascadas, demuestre su rabia esta noche, en plena calle, durante el banquete nupcial de estos novios kurdos que sonríen con sonrisas de sandía.

En esta boda turca que va a detenerse. En cuestión de segundos. Con expectante silencio.

Mamá, no dejabas de repetírmelo: “¡Aprenderás a volar!”; me lo decías una y otra vez, a todas horas, allá donde estuviésemos: “¡Tú acabarás volando, por encima de todos, Onur!”. Aunque tus palabras, dichas con susurros de miel y de música, no sean más que ruido metálico que se mezcla, hoy, con el resto de zumbidos que bailan en mi cabeza. Aquí estoy, mamá. Dispuesto a asaltar los cielos. ¿Así era como lo describías? Decías: “¡Asaltarás los cielos!”.

Pues aquí estoy. En este preciso instante. A punto caer, de golpe, en el embrujo pueril que convierte al niño en un sanguinario lobo, colérico y atolondrado. En un kamikaze alado que sólo sueña con asaltar los cielos. Dicen que morir por Alá no duele. Que es como un pellizquito. ¡Voy a volar, mamá! ¡Para ti! ¡Y por Alá! Aunque me gustaría no tener que hacerlo.

Estoy muerto de miedo. Y de asco.

Mi corazón palpita. Desaforado. En medio de esta boda kurda que no acaba de detenerse.