El salto cualitativo que suponen los atentados de París quedó este sábado de manifiesto cuando tanto el atacante como el atacado describieron lo ocurrido en los términos propios de un conflicto militar. Según el comunicado del Estado Islámico, "soldados del califato han tomado la capital de las abominaciones y la perversión que porta la señal de la cruz en Europa". Según el presidente Hollande, se ha tratado de "un acto de guerra cometido por un ejército terrorista".

Más allá de la extravagancia, adobada con música rapera, de señalar a París como referencia a la vez del libertinaje y la religiosidad cristiana, el texto del Estado Islámico señala el éxito de una acción bélica. Y más allá de la exageración de llamar "ejército" a las fuerzas irregulares amalgamadas por los fundamentalistas, la comparecencia del presidente de la República implica el reconocimiento de un revés en el contexto de una contienda abierta.

De hecho el Estado Islámico vincula la matanza con los ataques de la aviación francesa a sus posiciones en Siria y advierte a los gobernantes galos de que "el olor a muerte no los va a abandonar mientras lideren esa cruzada". Hollande y el gobierno de Valls se encuentran pues ante la disyuntiva de dar un paso atrás en el empeño internacional por desalojar a los fanáticos degolladores del territorio que controlan en Oriente Medio o asumir el riesgo de nuevas masacres de civiles, toda vez que, atentados como estos son, en boca de la propia inteligencia francesa, "tan predecibles como imposibles de evitar".

No es la primera vez que alguien se enfrenta al dilema entre una política de apaciguamiento frente a un enemigo feroz y la opción de combatirle con todas las consecuencias. Bien notorio es que Chamberlain eligió el primer camino ante los nazis y que Churchill hubo de recurrir al segundo cuando al deshonor le siguió, inexorable, la guerra que se pretendía evitar, pero si algo no caracteriza a las actuales democracias europeas -y probablemente sea para bien- es el ardor guerrero.

Apóstoles comprensivos

Como era de prever los debates televisivos y radiofónicos se han poblado en las últimas horas tanto en Francia como en España de apóstoles del apaciguamiento que sacan a colación argumentos tan peregrinos como la situación de marginalidad en las periferias de las grandes ciudades, la hostilidad hacia los inmigrantes magrebíes o los abusos de los imperios coloniales del pasado. Si el propio Papa Francisco se mostró comprensivo con los asesinos de Charlie Hebdo porque les habían "mentado a la madre", no es de extrañar que personalidades menos santas encuentren siempre vericuetos para culpar a las democracias de las agresiones del totalitarismo.

Pero la cuestión no es ahora si esa actitud buenista, que siempre implica poner no la otra mejilla sino la mejilla de otro para que se la rompan a él, es en abstracto una sana manera de encarar la vida, sino si en el presente conflicto es inteligente y conveniente hacerlo. Por eso son tan importantes las coordenadas reales del problema.

Hay que intensificar los mecanismos de seguridad interior, el control de las fronteras y la coordinación entre los servicios de seguridad de los países aliados frente al terror. Es decir, hay que cuidar la retaguardia mientras se prepara la vanguardia. 

A diferencia de lo que ocurría con Al Qaeda, el Estado Islámico no es una organización secreta con inaprensibles tentáculos extendidos por el mundo. Aunque no tenga reconocimiento internacional alguno, su mismo nombre indica que se trata de una entidad con pretensiones de institucionalidad y nadie discute que domina un amplio territorio en Siria e Irak que incluye lugares emblemáticos como Mosul, Faluya o Palmira e incluso cuenta con una capital como Raqa desde la que aplica la más despiadada y criminal versión de la sharia.

Tenga o no la condición de "ejército", el Estado Islámico controla ya un contingente armado suficiente como para hacer frente a las fuerzas de los gobiernos sirio e iraquí y aguantar los bombardeos aliados. Y lo más grave es que su yihad se ha convertido en un banderín de enganche en todo el mundo y en especial entre los sectores radicalizados de los musulmanes residentes en Europa. Por inaudito que parezca el flujo de ingleses, franceses o españoles de ambos sexos dispuestos a participar en esa "guerra santa" en pos de un nuevo califato más grato a los ojos de Alá es un fenómeno creciente e implica el grave peligro del retorno de combatientes, adoctrinados en el radicalismo e instruidos en el terrorismo.

Atajar el peligro

A medio y largo plazo sólo el diálogo entre civilizaciones y la solidaridad universal harán del nuestro un mundo mejor pero entre tanto eso sucede más les valdría a los gobiernos democráticos atajar cuanto antes el peligro inmediato que les amenaza. Mientras Hitler escondía sus delirios imperiales asegurando que sólo trataba de dotar a Alemana de fronteras seguras dentro de su "espacio vital", el Estado Islámico ni siquiera oculta que su propósito es poner a la humanidad entera mirando a la Meca de la forma más tiránica que imaginarse pueda.

Está muy lejos de conseguirlo pero mientras no se extirpe de raíz su creciente base de poder, veremos reproducirse episodios como los de este fin de semana sangriento en París. Y puesto que el camino no es expulsar a la población musulmana -como le gustaría al Frente Nacional-, sino integrarla, ni tampoco impedir la llegada de refugiados -entre los que siempre puede colarse un terrorista, como puede haber ocurrido-, no hay otra salida que hacer honor al lenguaje de Hollande y planificar una ofensiva militar en toda regla que sepulte a los fanáticos del Estado Islámico entre las ruinas que han hollado. El apaciguamiento sólo tiene sentido ante quien considera la paz un valor compartible. Si alguien hace de la guerra su misma razón de ser, sólo cabe responderle y someterle a la impotencia con la guerra.