Los presidentes de Nicaragua y Venezuela, Daniel Ortega y Nicolás Maduro, se reúnen en Caracas para conmemorar el décimo aniversario de la muerte de Hugo Chávez, el 5 de marzo. Foto: Palacio de Miraflores/Reuters

Los presidentes de Nicaragua y Venezuela, Daniel Ortega y Nicolás Maduro, se reúnen en Caracas para conmemorar el décimo aniversario de la muerte de Hugo Chávez, el 5 de marzo. Foto: Palacio de Miraflores/Reuters

DarDos

Intelectuales vs. dictadores

Parece que son los intelectuales y los creadores quienes más molestan a los dictadores y a los regímenes totalitarios, ¿pero irritan más sus declaraciones y acciones o el contenido de sus obras?

Sergio Ramírez Abilio Estévez
14 marzo, 2023 01:49

Sergio Ramírez

Premio Cervantes, exvicepresidente de Nicaragua y escritor. Último libro: 'Ese día cayó en domingo' (Alfaguara, 2022)

Los tiranos no leen

Stalin mantenía el ojo fijo sobre los escritores y artistas porque los consideraba peligrosos por naturaleza, y vigilaba que se atuvieran a la obligación de contribuir a la construcción del nuevo hombre soviético, como si se tratara de albañiles. Y como tenía ínfulas de juez literario, y aún de obras musicales, él mismo escribió en Pravda la crítica contra la ópera de Shostakóvich, Lady Macbeth de Mtsensk, que puso al compositor en la lista negra de enemigos del proletariado.

En El otoño del patriarca, García Márquez sitúa al dictador en el palco presidencial del teatro donde Rubén Darío da un recital, embelesado ante la cascada sonora de La marcha triunfal. Pero es una ocurrencia dentro de la novela. Los dictadores de nuestros pagos ni leen novelas, ni asisten a recitales, ni a funciones de ópera.

Nunca imaginaría a Nicolás Maduro, o a Daniel Ortega, metidos en la cama con un libro abierto hasta pasada la medianoche, ni cerrándolo con un golpe airado al concluir la lectura, para levantar entonces el teléfono y llamar al jefe de sus esbirros ordenándole capturar al escritor díscolo que le ha quitado el sueño, el que al día siguiente será encerrado en una celda de castigo, acusado de incitación al odio, o de traición a la patria.

El tirano pierde su equilibrio cuando no se le toma en serio, y el escritor exhibe sus extravagancias y sus manías, desnuda a los aduladores, retrata a los serviles y desentraña la corrupción

Lo que leen son los partes de la policía secreta, que enlistan las actividades subversivas, donde da igual el informe de un infiltrado en un grupo opositor que denuncia conspiraciones falsas o reales, o el dictamen de cinco líneas donde un burócrata de tercera línea califica un libro de peligroso, o de irrespetuoso. Pertenece a la misma oficina donde otros burócratas peinan las redes sociales en busca de chats o memes sediciosos.

Si se trata de un escritor que no suele opinar en público, hasta entonces el dictador estará reparando en su nombre, y lo subrayará con su lápiz rojo. Y si ya ha oído de él, es por sus opiniones políticas adversas. Un desafecto. Los libros, como tales, al tirano le preocupan poco, y escribirlos le parece una excentricidad. Si los escritores están en la mira es porque se expresan en público contra el régimen, no porque escriban libros. Los libros, como tales, no son peligrosos, sino quienes los escriben.

Salvo que quienes leen a cuenta del dictador, anoten en su informe que en una novela se burlan de él, o de su familia, o se hace mofa de su poder. Porque el dictador carece de todo sentido del humor, y entonces se trata ya de un agravio personal que reclama venganza. Se manda a prohibir el libro, y al escritor irreverente le aguardan la cárcel, o el exilio.

Esta es la molestia más grave, la que daña su vanidad, o su orgullo, o su suficiencia, porque el tirano pierde su equilibrio cuando no se le toma en serio, y el escritor exhibe sus extravagancias y sus manías, desnuda a los aduladores, retrata a los serviles, ridiculiza las falsedades del discurso redentor en contraste con la opulencia de la corte y desentraña la corrupción.

Esos son los verdaderos pecados de lesa majestad.

Abilio Estévez

Novelista y dramaturgo cubano. Último libro: 'Cómo conocí al sembrador de árboles' (Tusquets, 2022)

La policía secreta contra Bartleby, el escribiente

Hace 50 años, cuando yo cursaba el instituto preuniversitario y nos prestábamos libros condenados por el régimen (La nueva clase, Rebelión en la granja, Conversación en la catedral…) teníamos el cuidado de mantenerlos siempre forrados con carátulas de revistas soviéticas. Ese acto ingenuo, de adolescentes con impaciencias literarias, debía habernos puesto sobre aviso. Debíamos haber comprendido cuánto se escondía en ese simple enmascaramiento: estábamos protegiéndonos y, de paso, aprendíamos a mentir.

Pocos años después, conocí a Virgilio Piñera. Supe de primera mano las condiciones de vida del propio Piñera, de Lezama Lima, de Reinaldo Arenas, de Cabrera Infante. Estuve al tanto de los pormenores del “caso Padilla”. Conocí la historia de tantos escritores borrados de la cultura cubana (civilmente muertos). Tuve la revelación de qué significaba para el totalitarismo un escritor, un artista auténtico. (“Escritor, artista auténtico”, por supuesto, aquellos que no transigen, los que pretenden mantener su centro y su verdad).

En algún momento nos hicimos las preguntas cándidas: ¿qué podía hacer peligrar un cuaderno de poemas a un poder absoluto? ¿Qué riesgo significaba para una revolución “más grande que nosotros mismos” (así rezaba el lema partidista) una novela como Paradiso, tan ardua, incomprensible para cierto lector común? ¿Qué amenaza representaba Dos viejos pánicos, la pieza teatral de Piñera, para una policía secreta y todopoderosa, capaz de destruirnos con un gesto de reprobación?

Los dictadores se sustentan en el control del rebaño, en las mentes ‘vaciadas’, en la pomposa solemnidad, justo lo que la literatura y el arte se proponen, por definición, desmantelar

Las preguntas son ahora absolutamente pueriles. Ya sabemos que la mayor obsesión de la ideología totalitaria se concentra en escritores y artistas, esos seres chocantes que nunca se entusiasman del todo con la realidad política, que viven observando, que pasean por las calles sin dejarse seducir más que por la voluntad de “dar fe”. Lo opuesto a lo que George Santayana definía como un fanático, aquellos que “redoblan los esfuerzos cuando han olvidado el fin”.

El totalitarismo ideológico no puede permitirse el lujo de un solo rebelde, aquel que entendemos bien desde Camus, el Bartleby que un día decide responder “Preferiría no hacerlo”. La ideología totalitaria no acepta la broma, la expresión pública de la ambigüedad o la incertidumbre. Es más rotunda: no admite al escritor en su torre de marfil, al que escribe en la habitación cerrada para que el mundo termine en un libro.

La ideología totalitaria no solo proyecta un presente ilusorio, sino que espera que se escriba la historia fiel a su falsedad. No consiente disidencias (ironías) que confundan su presente y perturben el ceremonial de su futuro. Como explicaba Hannah Arendt, las ideologías “nunca se hallan interesadas en el milagro de la existencia”. Se sustentan en el control del rebaño, en las mentes “vaciadas”, en la pomposa solemnidad, justo lo que la literatura y el arte se proponen, por definición, desmantelar.

Por idiota o inculto que pueda ser un dictador, posee la intuición para saber dónde está el peligro. Si el poder del dictador se levanta sobre la fuerza policial y la mentira, ¿cómo tolerar entonces ese otro poder que, aun sin proponérselo, lo desenmascara y acusa?

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