Quede claro. Escribo esto en conmemoración del 9 d’octubre de 2025, día de la Comunitat Valenciana. Y, aclarado esto, voy con el asunto.

El parroquialismo es, a nivel antropológico, una de esos conceptos que explica mucha de la vehemencia en el ataque que esta sociedad de hoy tiene. Aquello de que es mejor lo mío solo por ser de mi propiedad.

No haré uso de la definición de Wittgenstein aplicada al lenguaje. Me centraré en lo sociocultural. En román paladino: el parroquialismo es limitar los conocimientos y la visión a lo propio, literal o figuradamente.

Pues no puedo evitar pensar, en este día de exaltación de lo ‘ché’, en lo parroquial de este tipo de celebraciones y en la enorme vergüenza que debería darnos la exaltación de algo tan aleatorio como ser de un sitio u otro.

¡Viva Zimbabue! Si lo digo yo, varón cis hetero caucásico de unos 40 con una vida acomodada es raro. Si lo dice uno como yo, pero negro, hasta lo vemos lógico. Tela, eh. Las perspectivas…

En fin, que me encanta ser valenciano. Y español. Y europeo. Y hablar varios idiomas. Y hasta ser guapo y lozano. ¿Somos conscientes de la inmensa catetada que es celebrar este tipo de casualidades?

No hablo a nivel individual, que ahí cada cual con sus tendencias… Pero, ¿no estamos siendo parroquialistas al exaltar lo nuestro? No. Evidentemente no.

No, al menos, en nuestra mayoría. Esa mayoría de gente cabal que lee, se forma y respeta. RESPETA. Sin embargo, ¿qué hacemos con los cuatro locos ruidosos que ven ser valenciano, o de Zimbabue, como lo mejor del mundo mundial?

¿Ven? Vuelvo a la parroquia. El problema de los conceptos antropológicos es que existen basados en el estudio de miles de años de comportamiento social. Que nos repetimos más que el ajo, vaya.

En ‘Miles Gloriusus’ Plauto creó un personaje, Pirgopolinices, que es epítome de ese concepto. En su vanidad desmedida, se jactaba de ser el más valiente, apuesto e inteligente, burlándose de las costumbres de los demás pueblos, primitivos e inferiores desde su perspectiva.

La personificación del orgullo entendido como ausencia de autocrítica, una figura cómica que reflejaba la arrogancia inherente a la condición humana. Parroquialismo puro y duro. Y en vena directito.

En resumen, una vez más, que todo está escrito. Y si Plauto fue capaz de escribir una sátira en la que un idiota evocaba la estupidez de hacer de menos a los demás, nosotros hoy deberíamos ser capaces de reírnos de quien hace eso mismo.

Por el contrario, en lugar de reírnos de ellos, les damos pábulo, voz y voto. Y, así nos luce el pelo, claro. ¡Vixca Zimbabue!