Caballeros, nobles, la guardia de la ciudad, el alquimista… estos son los tópicos que nos vienen a la mente cuando pensamos en la Edad Media. Pero rara vez nos paramos a pensar cómo podía ser la vida de otro de los iconos de la época: el verdugo. Todos tenemos en mente la figura encapuchada, lista para ejecutar su trabajo -nunca mejor dicho-, pero pocas veces nos paramos a pensar que debajo de ella había una persona que después seguía con su día a día.

Es cierto que dependía mucho del lugar en el que te tocase ejercer. En líneas generales era un trabajo poco agradecido, pero que alguien debía hacer. Por lo general solían ser gente de clase más bien baja y estaba bien pagado en comparación a los ingresos de la población rasa de la época. En algunos lugares, como en Suecia, el trabajo lo realizaban condenados a muerte cuya sentencia era aplazada al ofrecerse como voluntario. ¿Su rito de iniciación? Dar matarile a su predecesor.

Funcionario y apestado social

Como se puede entender, su trabajo les llevaba a ser tratados como una especie de apestado social, a pesar de ser también, en cierta medida, una celebridad porque las ejecuciones tenían mucho de espectáculo público.

La capucha que formaba parte de su uniforme estaba parcialmente destinada a salvaguardar su identidad, pese a que muy habitualmente era bien sabida por todos. Si hoy en día los guardias urbanos que ponen multas ya tienden a caer mal, imaginad a alguien cuyo principal trabajo era separar la cabeza del resto del cuerpo.

Una ejecución en Juego de Tronos

Los verdugos eran los protagonistas de todo tipo de supersticiones, pensándose que eran personas que traían mal fario. De hecho, en muchas zonas era habitual que fuese un trabajo que pasase de padres a hijos, porque nadie aceptaría emplear al vástago de un verdugo en otro gremio. No solo eso, también era relativamente habitual que se concertasen matrimonios entre sus familias de verdugos porque, ¿quién se iba a casar si no con sus hijas?

Un ejemplo de este temor se puede ver todavía hoy en el casco antiguo de Barcelona. Como nadie quería tener como vecino al verdugo de la ciudad, finalmente se decidió otorgarle una vivienda en la muralla, entre la capilla de Santa Ágata y la casa Padellás. Está situada en la Plaza del Rey junto al Museo de Historia de Barcelona y todavía hoy se puede visitar.

Torturadores… y cirujanos

Dependiendo del lugar y del periodo la cantidad de trabajo variaba enormemente, y algunos verdugos debían lidiar con diversos "clientes" al día. Sin embargo, habitualmente sus obligaciones se extendían a otros campos como la tortura de prisioneros u otros castigos "menores" no tan definitivos como la pena de muerte, como dar latigazos o la amputación de dedos o manos.

Estas ocupaciones hacían que tuvieran un amplio conocimiento de la anatomía humana y una gran precisión -en algunos lugares, si el verdugo necesitaba más de tres golpes de espada para dar muerte a la víctima, él mismo era ejecutado-, por lo que en muchas ocasiones también actuaban como cirujanos en pequeñas operaciones. Había también quienes hacían sus pinitos en el mundo esotérico, ya que había quien atribuía poderes a la sangre de un decapitado o al semen de un ahorcado.

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Quizá una de las fuentes que más nos puede mostrar cómo era la vida de estos profesionales son los diarios de Franz Schmidt, un ajusticiador que vivió en Nuremberg en el siglo XV. Cuando cumplió 18 años, siguió los pasos de su padre bajo su misma tutela, y para cuando escribió sus memorias había realizado 361 ejecuciones y 345 castigos menores.

También, en ocasiones, era parte de sus tareas reconfortar a la víctima y ayudarle a aceptar su destino. Les hablaban del paraíso, algo que muchos de ellos creían que no verían porque se consideraban condenados para toda la eternidad, a pesar de que en algunos países como Francia la Iglesia los perdonaba de forma oficial por todas las vidas que quitaban en el cumplimiento del deber.

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Pero era un trabajo que alguien debía hacer. Como actualmente poner multas de aparcamiento.

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