Soy catalán. Nací en Cataluña, me crié los primeros años aquí, me mudé a Madrid hasta los 18 y regresé para quedarme en Cataluña hasta la fecha en la que estoy escribiendo este artículo. Coincide que justo mañana me mudaré a León para mis vacaciones y haré una pequeña escala en Berlín antes de volver a Cataluña pasando por Madrid. Este pequeño lío territorial me sirve para introducir que mis orígenes son catalanes, pero siempre tuve cierta visión aperturista dada mi educación, los ámbitos donde se movió mi familia y también mi propia inquietud como persona.

Sé catalán, castellano e inglés; también me encantaría aprender otras lenguas, como el vasco, el gallego, el francés... En fin, que no hay por qué limitar las aspiraciones y la cultura: la riqueza personal proviene de todas las fuentes donde alcances a pegar el morro. Lástima que la polarización política que nos envuelve tienda a colocarnos en la mirada unas orejeras de burro. No, la metáfora no está elegida al azar.

Soy catalán, pero parece que no lo suficiente

Si prestaste atención a la deriva política que se fue sucediendo en Cataluña conocerás los lazos amarillos, las diferentes esteladas, las pancartas de presos políticos y todo el "merchandising" que puebla el discurso independentista. No voy a meterme en la idoneidad de los símbolos ni atacaré a las personas que creen en ellos como si formasen parte de sus elementos litúrgicos, sí que criticaré la imposición de dichos símbolos en la sociedad catalana.

Los lazos amarillos pueblan las solapas de muchas camisas, blusas, camisetas... Cada persona expresa sus sentimientos políticos como le dé la gana, faltaba más. El problema viene cuando asistimos a la imposición de dichos símbolos por parte de las instituciones públicas. He aquí la razón de que haya empezado a dudar de mi catalanidad.

Efe

La protesta y aspiración legítimas se convirtieron en un caldo de cultivo para las ideas más absurdas, a menudo alimentadas (o toleradas) por las instituciones. Colgar bolsas de basura a tiras de los árboles, pintar lazos amarillos en las aceras, llenar de carteles los pueblos y ciudades, colgar esteladas en cada farola como si fuesen un anuncio del ayuntamiento para promover la próxima fiesta de la espuma, una plaza pública repleta de cruces amarillas, todo vale. Y en esta especie de apoteosis independentista, este colofón de impunidad que solo busca reiterar lo que es legítimo para algunos mientras clava los ojos en quien se muestra reacio a compartir la algarabía, nos encontramos muchos catalanes que ya no sabemos ni lo que somos. ¿O quizá sí?

Soy español, pero parece que no lo suficiente

Siempre me he sentido español. Creo que es una suerte haber nacido en un país con una riqueza cultural tan enorme, con la gran cantidad de regiones y territorios tan maravillosos como existen, con esa variedad de platos que nos ha hecho merecedores del reconocimiento internacional. Me encantaría ser español aquí de la misma manera que se es español en el extranjero; donde te da igual encontrarte con un grupo de catalanes, gallegos, vascos, andaluces... porque al instante te sientes rodeado de buenos amigos aunque no los conocieras hacía más de un minuto. Sí, ojalá fuese igual en España. 

No soy un español de airear los símbolos, no necesito colgar una bandera en el balcón para demostrar que me gusta el lugar donde nací. Tampoco creo en los partidos políticos que hacen gala del patriotismo para clasificar lo que es español y lo que no lo es. Salvando las lógicas distancias, no deja de ser el mismo mensaje que se destila desde el procés. La polarización política terminó mimetizándose.

El discurso político no solo se ha polarizado, también terminó infantilizándose. Ya no importa que se haga el ridículo porque siempre habrá alguien del bando contrario que la hará más gorda y atraerá con ello toda la atención. Y en medio de esta batalla de patio de colegio se encuentran esos organismos que velan por la sociedad en su conjunto mientras publican mensajes institucionales repletos de Emojis. 

¿Entonces qué soy?

No es que sufra de crisis de identidad, pero sí que a veces dudo de cuáles son mis raíces. Nunca tuve ningún problema al hablar en catalán por Madrid o al dirigirme en castellano a una dependienta de Moià. Mis amigos no catalanes se esforzaron en pronunciar bien el nombre de mi hijo, catalán. Y de pequeño jamás tuve rechazo al enseñar mi DNI de Barcelona estando en Madrid. Siempre fui el "polaco" del grupo, pero jamás de manera despectiva, sí como distinción; algo que yo siempre he aprovechado para bromear, reírse de uno mismo es la mejor de encajar entre los demás.

Ojalá aprovechásemos las diferencias culturales de España para conseguir que fuesen distintivas del conjunto y no de cada territorio local. Enseñar las lenguas del país además de poner énfasis en el inglés, por ejemplo: cuanto más conocimientos adquieran los niños más amplia será su visión de lo que les rodea. Enorgullecernos de las costumbres del vecino en lugar de atacarlas, enseñar la Historia completa y no solo la porción que interesa... En fin, que estamos al borde de un abismo de incomunicación mientras nos dejamos guiar por quienes lucen orgullosos las orejeras de burro.

Por favor, dejemos de aplicar etiquetas. Y si lo hacemos que sea para reírnos de nosotros mismos. Eso sí que hace falta.