El móvil es un objeto transgeneracional del que apenas escapa nadie, tenga la edad que tenga. Podríamos pensar que lleva entre nosotros lustros, especialmente el llamado "teléfono inteligente", pero es un objeto muy moderno. Demasiado: enseñar un smartphone hace ocho o nueve años implicaba asombrar a más de uno. Sin embargo, para los de la generación actual es tan corriente que forma parte de ellos mismos. Como la personalidad, la ropa interior o la precariedad laboral.

El móvil no solo es una parte importante de mi ocio y comunicación, también me gano la vida hablando de él. Hoy me puse a pensar en la importancia que tiene para mí y en la responsabilidad que posee en una buena cantidad de acciones que realizo al cabo del día. Para la actual generación el smartphone supone el "todo", pero yo recuerdo utilizar todos esos objetos que "el aparato del demonio" terminó sustituyendo. Así lo llamaba mi abuela, por cierto.

Pensé que me costaría más, pero no: hacer la siguiente lista solo ha sido un ejercicio de memoria. Y de nostalgia, de mucha nostalgia. ¿Recuerdas cómo te solucionaban la vida todos estos objetos?

El día comenzaba con el despertador

Igual que ahora, pero con un aparato que se llamaba tal que así: despertador. Siempre colocado en las mesita de noche, por lo general a pilas (¡a pilas!), velando mi sueño con el único deseo de desbaratarlo al momento marcado. Y ahora... el despertador tiene menos futuro que el motor de gasolina.

Me levantaba temprano antes de ir al instituto. Igual que hoy en día, pero con algunos detalles que cambian de manera notable. En casa se leía la prensa escrita, nadie veía las noticias en la pantalla de su móvil. Tampoco habían mensajes de WhatsApp mientras desayunaba y si quería saber qué tenía pendiente por hacer me tocaba mirar la agenda... de papel. Igual que si quería comunicarme con alguien: teníamos una libreta en la que mi madre apuntaba los teléfonos. Ahora hemos perdido la virtud de memorizar hasta los más importantes.

De camino al instituto escuchaba mi Walkman con cintas de casete

Solía llevar mi reproductor portátil de música con un par de cintas aparte de la que tenía ya insertada y un juego de pilas (¡de pilas!) de recambio. Avanzar hasta una canción concreta implicaba sacar el boli Bic o el lápiz del estuche para darle al avance rápido manual. Si también viviste esa época entenderás que estos objetos guardaban una relación mucho más estrecha de lo que debería.

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Llegaba a clase escuchando música mientras acarreaba en la mochila todos los libros y ejercicios hechos la tarde anterior. Trabajos escritos a máquina y con las marcas de Tipp-Ex sobre los errores con información sacada de la enciclopedia que todos teníamos en casa. Por cierto: ¿qué habrá sido de los vendedores a domicilio de enciclopedias? ¿Y de la Encarta? ¿Qué ha sido de la Encarta?

Las notitas de papel funcionaban como los WhatsApps

En clase nos comunicábamos con notitas de papel. Escribías una y le decías a tu compañero el destinatario de la misiva. Esta recorría media clase a escondidas hasta llegar a su destino; creándose un vínculo emocional entre todos los que colaboraban en aquel sistema rudimentario de mensajería. WhatsApp ha facilitado la comunicación, pero las notitas guardaban cierto romanticismo. Tal cual.

Podías quedar con tus amigos, ya sea con las notas como hablando en el patio o a la salida del instituto. A las seis en la entrada de los recreativos, por ejemplo; o acordabas una hora de llamada en la que te transmitían el sitio definitivo. Esperar a que te llamasen tenía notables inconvenientes.

No te podías mover de delante del teléfono 

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Llegaba a casa cansado de estudiar, tiraba la mochila al suelo para ir a buscar la merienda y miraba al teléfono fijamente esperando a que sonase, ordenándole que sonara, rogando por que lo hiciera cuando no estuviese cerca mi madre. Siempre terminaba recibiendo ella el recado y me lo transmitía con una sonrisa. "Ha llamado Marta. Me ha dicho que te espera delante de los recreativos en media hora".

Salir de casa implicaba estar incomunicado mientras no llamases desde una cabina telefónica. Tampoco te distraía nada cuando estabas con tu cita: no había mensajes de los amigos, no tomabas fotos al helado que estabas compartiendo y tampoco te hacías selfies comiéndote ese helado. O dándote un beso. Aunque eso sí: estaba el fotomatón. Doscientas pesetas para cuatro fotos de tamaño carné que repartías a partes iguales. Una de ellas terminaba en la cartera, junto al preservativo si ya tenías cierta edad.

Al regresar a casa solo quedaba ver la tele

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O jugar a la consola si tenías la suerte de disponer de una. La Game Boy, por ejemplo: la primera que tuve yo. Funcionaba a pilas (¡a pilas!) y divertía lo mismo que los shooters actuales casi realistas. Aunque tarde o temprano debías reunirte con la familia delante de la televisión.

Ni Netflix ni Movistar+: se veía lo que había. Nadie miraba su móvil ni tampoco había más distracción que las discusiones en torno a la última noticia del Telediario. Esto sí que no cambiará nunca.

El día terminaba y solo faltaba rematarlo yendo a la cama después de levantar la pestaña del despertador para fijar la alarma. Despedía la jornada con un aparato después de haber utilizado multitud de ellos que ahora quedan suplantados por uno solo: el smartphone. Ni Walkman, ni casetes, enciclopedias, notas, fotomatones y nada de teléfono de cable: la generación actual solo conoce el teléfono inteligente. 

Tampoco supone un problema ya que lo único que ha variado es el soporte: los jóvenes de ahora hacen lo mismo que nosotros hacíamos entonces. Ellos chocarán de plano con los dispositivos que se utilicen en el futuro y con cómo interactúen sus hijos con dichos dispositivos porque, al ritmo que vamos, todo se hará con la voz y con la mente. Veremos dónde queda el smartphone, veremos. O no.