Hay dos campos de minas por definición en las redes sociales: la política y la gastronomía. Y la presidenta de la Comunidad de Madrid, recién salida del fregao de aceptar - y perder - el reto que la obligaría a abandonar la política, ha metido con decisión los pies en ambos al zanjar una polémica que, de formar un tanto peregrina, ha pasado de ser una coletilla viral a convertirse poco a poco en materia de Estado.

Nos referimos a la receta que causa tanto odios como amores, la de la pizza con piña, que recientemente obligaba al presidente de Islandia, Gudni Jóhannesson, a retractarse y desmentir que fuera a prohibirla. Sería extralimitarse en sus poderes, explicaba, aunque no le faltasen ganas; él prefiere la pizza con marisco o pescado, y dejamos a cada cual que valore si mejora en algo la alternativa.

Esta controversia fue contestada en las redes por el país de origen de la receta. No se trata de uno tropical, como parece indicar la exótica fruta, y desde luego no es Italia, donde se considera una aberración castigada con el ostracismo. Hablamos de Canadá, tierra de melting pot y contrastes que sacaba pecho de su "herencia histórica, sabrosa y dulce".

Por supuesto quienes más interés tienen en el debate son quienes se ganan la vida con ello, y Telepizza decidía lanzar en las redes un 'referéndum sobre la pizza con piña' interpelando a varios líderes políticos, de Mariano Rajoy, Pablo Iglesias y Albert Rivera, a (por qué no) Donald Trump y Justin Trudeau. Alberto Garzón de Unidos Podemos fue el primero en responder, pero con un 'zasca' hacia las políticas laborales de la popular empresa.

Pero Cifuentes entró al juego, zanjando que "la pizza siempre SIN piña" y, de propina, "la tortilla SIN cebolla". ¿Cuál es el problema? Que la preferencia culinaria sobre la tortilla de patatas solo es comparable a los avisperos que levantaron incautamente personalidades como Jamie Oliver y Rob Schneider al atreverse con paellas, digamos, poco ortodoxas.

Y es que:

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