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Hay fechas que uno tiene ancladas en el calendario de la memoria. Para mí, el 22 de diciembre es una de ellas porque siempre me devuelve a la infancia, concretamente a la casa de mi abuela, sentado en torno a la mesa camilla, frente a una fuente de churros y degustando el chocolate caliente que ella preparaba para la ocasión. Delante de un televisor, seguía sin perder ni un solo detalle el sorteo de la Lotería de Navidad mientras los niños de San Ildefonso, con sus voces infantiles, cantaban números y premios, todavía en pesetas, como una letanía hipnótica que hacía que aquella mañana pareciese eterna.

Lo sorprendente es que, pese a los cambios sociales y tecnológicos, el sorteo sigue prácticamente igual. Manteniendo la misma liturgia que se repite año tras año de forma fiel. Quizás ahí resida su magia. El protocolo de revisar que todo esté correcto antes del sorteo, el atronador sonido de las bolas de madera chocando dentro de los bombos, los niños perfectamente uniformados y el Teatro Real lleno de público vestido con los disfraces más extraños que uno se pueda imaginar. Y, a pesar de la prisa digital de nuestro tiempo, el sorteo avanza despacio, manteniendo su característico ritmo y concentrando durante unas horas la atención de todo un país que espera inquieto si su número será uno de los agraciados. Es una tradición que todos compartimos, independientemente de nuestra edad, barrio o empleo.

Sin embargo, con el paso de los años echo de menos algunas cosas de aquellos sorteos de mi niñez. Como las sobreportadas de los periódicos con las listas de los números premiados que ocupaban las páginas enteras. Recuerdo a mi padre llegar a casa la mañana del 23 de diciembre con el ejemplar del día, desplegarlo sobre la mesa e ir comprobando uno a uno cada décimo con la ilusión de que aquellos números aparecieran en las cifras tintadas… pero nunca hubo suerte. Hoy día, internet, con su velocidad, nos ha robado aquel ritual. Y también se añoran aquellos anuncios previos, con el inolvidable Clive Arrindell, conocido popularmente como el «Calvo de la Lotería», soplando la suerte al ritmo de la música de Doctor Zhivago. Anuncios que marcaron una generación.

Pero el 22 de diciembre se sigue viviendo con la misma expectación. La gente, mientras hace sus labores, pone la radio o tiene el televisor de fondo. Se escucha el eterno comentario «¿Y si nos toca?». Es el día de los décimos compartidos, comprados en la administración de siempre o en la del último viaje, regalados en el trabajo o en las comidas familiares. Elegimos números sin saber muy bien por qué, porque nos entran por los ojos o porque alguien nos dice que «ese es el que va a tocar». Y mientras tanto, la imaginación vuela.

Antes del sorteo, casi todos fantasean pensando qué harían con el dinero. Ayudar a los hijos a comprarse un piso, viajar al destino siempre soñado, cambiar de coche, celebrarlo con los amigos o buscar un fin benéfico y echar una mano a asociaciones y proyectos que siempre necesitan ese empujón económico. Luego llega el final del sorteo y, con él, el golpe de realidad. La mayoría de las veces no toca nada o, con suerte, una pedrea o una terminación que al menos devuelve lo jugado. Y, aun así, muchos guardan ese dinero para la Lotería del Niño, como si la ilusión necesitara una prórroga.

En el fondo, el sorteo es solo la excusa. No es tanto el premio como la ilusión compartida (aunque suene a eslogan publicitario). Por eso, acabado el sorteo se escucha el tópico de que por lo menos tenemos la salud. Pero también otras cosas importantes como el trabajo, la casa, la familia o el cariño de los amigos. Por no decir, que vivimos en un país que, a pesar de sus dificultades, sigue ofreciendo una cierta estabilidad en comparación con otros lugares del mundo. Esa es la verdadera fortuna. Porque la Lotería de Navidad no nos hace ricos, pero sí nos hace valorar lo que tenemos a nuestro alrededor. Y eso, en los tiempos que corren, no es poca cosa. Y recuerden, que la suerte les acompañe.