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Este fin de semana, coincidiendo con el derbi, recordé una anécdota que me ocurrió hace unas semanas. Tomando una cerveza con unos amigos, uno de ellos empezó a hablar de su nueva novia. Hasta ahí, nada extraño. Pero lo que me dejó perplejo fue su confesión final, dicha con la misma seriedad con la que uno lee una sentencia. Y es que lo único que le pidió a ella, al conocerla, fue que no fuese del Betis. Cuando le pregunté el porqué de aquello, me respondió que, si lo fuera, no podría entrar en su casa porque allí son todos sevillistas hasta la médula. Yo me quedé mirándolo con asombro. No le importaba su origen, su ideología ni siquiera sus creencias religiosas. Solo que no tuviera el corazón teñido de verde y blanco.

Aquello me hizo pensar que en Sevilla el carnet de abonado del equipo llega al mundo nueve meses antes que el bebé. Y mira que es un drama doméstico cuando un hijo sale del eterno rival. Hay quien lo vive como una tragedia shakesperiana, con lamentos y miradas al cielo pidiendo explicaciones con el famoso “Pero ¿qué hemos hecho mal?”. En los casos más extremos hay aficionados que evitan hasta vestir prendas del color del contrario, como si el rojo o el verde no estuvieran incluidos en su Pantone personal. Esa defensa férrea de los colores explica maravillas como que Coca-Cola, con su característica tonalidad roja, se rinda ante el verde para anunciarse con el Betis. Pocas veces una marca tan icónica ha renunciado a su identidad por una hinchada.

Lo que se vive en esta ciudad con el fútbol es de otro mundo. Desde que uno pone los pies en Sevilla, la pregunta aparece tarde o temprano, como una cuestión obligada para el forastero. Mis estudiantes lo saben bien, porque todos los años me interrogan con la misma insistencia: “Profesor, ¿usted del Betis o del Sevilla?”. Para quienes venimos de ciudades donde solo hay un equipo, esta rivalidad es, cuanto menos, fascinante. Ya que parece que, para poder vivir en Sevilla, es obligatorio posicionarse, porque de lo contrario uno queda atrapado en un limbo futbolístico, como si no llegara a formar parte plena de la ciudad.

Esa pasión enfervorizada está presente a diario y en todas partes. Basta asomarse a la hemeroteca y recordar aquel célebre enfrentamiento entre Manuel Ruiz de Lopera y Luis Cuervas, allá por 1995, durante una cena organizada por la COPE, un vídeo que sigue circulando por redes como si hubiera ocurrido ayer. Pero no hace falta irse a los despachos o a los medios para medir la rivalidad. Está en la cotidianeidad de la ciudad, como las barras de los bares, los corrillos que se forman en los cambios de clase, las cenas familiares y, sobre todo, en las redes sociales que empiezan con una broma y acaban rozando la intervención de Naciones Unidas.

Muchos medios coinciden en que el de Sevilla es uno de los derbis más pasionales del fútbol español y no exageran. Desde el primer enfrentamiento en 1909, ambos clubes se han visto las caras en más de 300 ocasiones, sumando partidos de Liga (Primera y Segunda), Copa del Rey, UEFA y amistosos. El de este fin de semana se ha saldado con victoria del Betis. En los próximos días este partido será el tema de debate en la ciudad. Se escucharán quejas sobre las decisiones arbitrales o la actitud de determinados jugadores. Y a los perdedores no les quedará otra que penar hasta que llegue la ocasión de volver a enfrentarse al eterno rival con el deseo de cobrarse su venganza deportiva.

Al final, lo esencial es no olvidar que, más allá de la rivalidad, todos somos habitantes de la misma ciudad. Que detrás de las bufandas, los colores, los escudos y las camisetas late algo que nos pertenece a todos, una forma de vivir el fútbol que mezcla identidad, orgullo y amor por Sevilla. Está bien discutir, bromear y defender los colores, pero sin olvidar que, cuando el árbitro pita el final y el estadio se vacía, lo que queda es la fraternidad de una ciudad que siente el fútbol como una auténtica forma de vida.