Sevilla
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Hace unos días leía un dato que me sorprendió: el número de católicos menores de 34 años en España ha pasado del 34% al 42,8%. O lo que es lo mismo, hay un 7% más de jóvenes que se declaran católicos que hace apenas unos años.

En un país donde durante mucho tiempo hablar de religión parecía cosa del pasado, lo espiritual vuelve a hacerse un hueco entre las nuevas generaciones. De repente, la fe está de moda. Solo hay que echar un vistazo a nuestro alrededor.

Multitudes de jóvenes corean canciones de Hakuna, los retiros de Effetá tienen lista de espera, Rosalía triunfa con su último disco hablando de Dios y películas, como Los domingos de Alauda Ruiz de Azúa, se cuelan en las carteleras con éxito inesperado de crítica y público.

Incluso las redes sociales se han llenado de 'influencers cristianos' que evangelizan entre reels y stories.

Esta nueva tendencia la comprobé en carne propia este domingo, en uno de esos paseos por Sevilla que acaban regalándome temas para estas columnas.

Caminaba por San Vicente, en ese aire de vísperas de la extraordinaria del Señor de las Penas, y me dio por entrar en la parroquia.

El templo estaba a oscuras. Una canción sonaba de fondo mientras decenas de jóvenes permanecían arrodillados y el párroco avanzaba por el pasillo central portando el Santísimo. Me sorprendió ver a aquella multitud juvenil, un domingo a última hora de la tarde, eligiendo estar allí en lugar de hacer cualquier otro plan.

Confieso que aquello me impresionó. No tanto por la estética, sino por lo que representa. Llevamos años lamentando el desinterés de los jóvenes por lo trascendente, la falta de ideales o la pérdida de referencias.

Pero tal vez esté ocurriendo justo lo contrario. Quizá esta creciente espiritualidad juvenil responda a una sensación de abandono en un mundo dominado por el consumismo, la saturación de pantallas y la búsqueda obsesiva de una felicidad plena que choca con la dureza de la realidad.

En muchos sentidos, los jóvenes de hoy habitan un mundo más complejo que el de sus padres, sobre todo en el plano emocional y personal.

Leyendo hace unos días De la orfandad a la filiación, el último libro de mi compañero de la Universidad Loyola Andalucía, Serafín Béjar, pensaba que esta vuelta a la fe puede tener que ver con esa cierta orfandad contemporánea.

Vivimos, como decía Bauman, en una sociedad líquida, donde las relaciones son frágiles y el vacío existencial no se sacia con la inmediatez ni con el exceso de estímulos.

Quizá por eso los jóvenes vuelven los ojos a Dios, buscando un sentimiento de comunidad, de pertenencia a algo. No sé si es fe verdadera o necesidad de sentido, pero en cualquier caso hay algo poderoso en esa búsqueda.

La hermana Isabel, en el filme de Los domingos, decía a la familia de Ainara que la fe es un don de Dios: se tiene o no se tiene.

Y, sin embargo, pienso en Unamuno y en su San Manuel Bueno, mártir, aquel sacerdote que dudaba, que sufría por no creer, pero que seguía predicando porque estaba convencido de que el pueblo necesitaba esperanza. "Más vale que lo crean todo, aun cosas contradictorias, que no crean en nada", decía.

Es posible que este auge religioso tenga también algo de moda. Pero incluso si lo fuera, ¿qué importa? En tiempos de indiferencia o cinismo, que los jóvenes llenen las iglesias para rezar, cantar o simplemente estar con sus amigos ya dice algo del mundo que viene.

Nietzsche, que proclamó la muerte de Dios, aseveraba también que no creería en un dios que no supiera bailar. Hoy, quizá, los jóvenes han encontrado un Dios que danza con coreografías de TikTok, pero que sigue siendo el mismo de siempre.

Esto no deja de ser la prueba demostrativa de que los caminos de Dios son inescrutables.

Y quién sabe si, en esta época convulsa en muchos sentidos, esos caminos están volviendo a llenarse de pasos jóvenes que, entre dudas y certezas, buscan algo que los trascienda. Tal vez eso, más que una moda, sea una señal de esperanza.