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Mientras viajo con el tiempo pegado a la nuca en un tren de cercanías leo “La sociedad del cansancio” del coreano Byung-Chul Han, reciente Premio Princesa de Asturias. Después de una noche de desvelos, inquietudes y vueltas sobre mí mismo, intento procesar el contenido de las páginas. Una catarata de palabras consecutivas que se vuelven simples dibujos por el bombardeo de pensamientos cruzados: correos por escribir, problemas de acceso a plataformas desconfiguradas por contraseñas imposibles, wasaps sin contestar, planes de fin de semana sin cerrar, clases no repasadas, temarios pendientes, abonos de transportes sin crédito, trenes perdidos y atrasos acumulados. Todo eso sin olvidar sonreír, aparentando que todo va bien y confiando en que la rueda parará en algún momento. Mientras cuento los días hasta las vacaciones de Navidad, me cruzo con muchas frases reveladoras que frenan la bandada de pájaros en la cabeza: “La violencia de la positividad no es privativa, sino saturante; no es exclusiva, sino exhaustiva por eso no se percibe inmediatamente.”

La tesis del libro constata lo que ya sabemos: la imposibilidad de cambiar el ritmo de un mundo que ejerce una “violencia viral” sobre nuestras rutinas. El tiempo se escurre de nuestras manos como un puñado de arena, hasta dejar nuestras palmas vacías. Time is over. El ensayo es tan lúdico como crudo porque defiende que es justo el anhelo de que todo mejorará, ese espíritu positivista, el que nos atrapa en la rueda interminable del ratón: la aspiración de que el día 19 de diciembre llegará cuando pasen 44 días, y de que las vacaciones se extenderán el tiempo justo para aguantar otro tramo más de vida en la que producir, sentirse útil, cosechar algún éxito menor y desgastarse hasta el siguiente parón, es lo que explica, según el premiado, la profusión pandémica de la depresión, el trastorno por déficit de atención o el trastorno bipolar.

La paradoja tiene un triste final: no hay tiempo suficiente para procesar todos los fragmentos que merecerían ser subrayados porque el deber exige bajarse del tren, recorrer pasillos anodinos, salir de la estación, recorrer otro fragmento de no-ciudad hasta llegar a la máquina diabólica que, en teoría, debería liberarnos de la explotación, y que en la práctica es un mecanismo de control más. Picar (o fichar) en el rango entre los diez minutos anteriores o posteriores al inicio de una clase se ha convertido en la universidad en un deber inexcusable bajo pena de sanciones y expedientes que desembocan en una violencia coercitiva de brazos largos, extendidos mucho más allá de los muros de las facultades y las vallas de los campus. La tiranía del tiempo y la burocracia, en un escenario inestable, hace que medidas “positivas” (ay, si nos leyera Byung-Chul) escondan mecanismos de vigilancia y miedo. La soberanía del pensamiento y la acción libre son sustituidas poco a poco por la tutela de entidades sin rostro (se llamen “unidades”, “organismos gestores”, “inspecciones”) y la velocidad de una cuenta atrás interminable. Una luz al final del túnel (acaso sinónimo de tranquilidad) que nunca llega, y que cuando realmente llegue, no podremos disfrutar.

El éxito de ventas del pequeño libro publicado por la editorial Herder es comprensible. Qué suerte de aquel que tenga tiempo para leerlo. Los que sólo rascamos una lectura diagonal nos maravillamos de la lucidez de algunos fragmentos mientras contamos los días hasta la pausa propicia para la lectura. Cuando llegue sólo seremos capaces, exhaustos, de vernos prisioneros de todo lo que cuenta; justo cuando el reloj se reinicie y comience la cuenta atrás hasta la siguiente parada.