Tenía catorce años. Vivía en Sevilla. Y hace unos días decidió que ya no podía más. No fue un impulso ni una locura, como a veces se dice en estos casos para huir del espanto que provoca este tipo de noticias. Fue el resultado de una tristeza acumulada, de un dolor que nadie quiso mirar de frente. Sandra —la llamo así porque así la conocían sus compañeras— se quitó la vida tras meses de acoso en su colegio. 

Su madre había comunicado hasta en dos ocasiones la situación de su hija al colegio. El centro lo sabía y disponía de un protocolo antibullying —en estos casos siempre hay un protocolo que promete actuar—, pero que nadie activó. Cada cierto tiempo, una noticia así sacude los medios, se multiplican los titulares, los políticos prometen “tolerancia cero” ante este tipo de situaciones y las aulas guardan un minuto de silencio en recuerdo del estudiante. Después, cuando el ruido mediático se apaga, todo parece olvidado hasta que otra historia vuelve a repetirse con el mismo resultado trágico. Y por el camino, los mismos errores: profesores sin formación ante el acoso, centros con atención psicológica limitada, familias que suplican ser escuchadas y alumnos que viven el infierno de sentirse diferentes.

El caso de Sandra no es un hecho aislado, se suma a la larga lista de niños y adolescentes que sufren el acoso de sus compañeros, dentro y fuera de las aulas. Tan solo hace unos días, la Fundación ANAR publicó un informe en el que advertía que el 12,3 % de los estudiantes reconoce haber sido víctima de acoso escolar en el último año —ya sea presencial o a través de medios digitales— y que un 42,8 % lo padece durante meses. Detrás de esas cifras hay vidas truncadas. Han pasado veinte años desde el suicidio de Jokin, el primer caso que los medios visibilizaron, y seguimos sin aprender.

A veces el acoso no solo lo ejerce quien agrede, sino también quienes observan y callan. Los que ríen las gracias, los que acompañan la burla o los que miran hacia otro lado como si no fuese con ellos. Testigos que podrían frenar el daño y, sin embargo, eligen el silencio. Un silencio que duele tanto como el insulto o el puñetazo y que convierte a toda una clase en cómplice.

Y entre tanto, las víctimas se quedan solas. Solas frente a un sistema que muchas veces las obliga a marcharse de su entorno, a abandonar su colegio, sus amigos y su rutina. Viven entonces la segunda humillación, la de tener que desaparecer para sobrevivir, mientras el acosador continúa su vida como si nada. Es la ley no escrita del miedo, esa que castiga a la víctima y protege al agresor.

Pero no hay que olvidar que el acoso no empieza en el patio. Es el resultado de un proceso que comienza mucho antes. Como en las casas donde se permite la burla, en los programas televisivos que normalizan la humillación, en las redes donde todo vale en el ataque a los demás o en los adultos que callan porque “son cosas de críos”. Hemos construido una sociedad que convierte la crueldad en espectáculo y la empatía en debilidad. Y luego fingimos sorpresa cuando una adolescente decide que no puede seguir.

No nos equivoquemos. Estas situaciones no son solo un fallo del sistema educativo, sino un espejo de quiénes somos. Nos hemos acostumbrado a mirar hacia otro lado porque mirar de frente duele. No necesitamos más protocolos ni comisiones de seguimiento. Necesitamos una educación real que trascienda los límites del aula y una mayor conciencia social que ponga verdaderamente freno a este tipo de casos.

Sandra no está. Y nada podrá reparar su ausencia. Pero su nombre no puede perderse entre los titulares mediáticos de una semana. Que su historia nos obligue, por fin, a dejar de callar. Que en cada escuela de Sevilla —y de cualquier lugar— su recuerdo sirva para que ningún estudiante más se sienta solo, herido y tan invisible. Porque el silencio, aunque no lo creamos, también mata.