Estoy sentado en la terraza de un restaurante italiano que hace esquina en Notting Hill y el sol a las tres de la tarde aún se hace notar. No es el Pub Duke of Wellington, lugar en el que pensábamos tomarnos un 'fish and chip's recordando aquel paseo por Portobello Market de hace más de diez años cuando nuestros hijos eran pequeños y quedamos con nuestro amigo de Sevilla y su hija. Sin embargo, nos gustó esta esquina y nos sentamos en una pequeña mesa junto a la que hay otra muy pegada con dos jóvenes que hablan alemán.

Me gusta venir a Londres por sus sensaciones y vivencias. Justo en este momento, noto los rayos de sol en mi cara y observo a la gente que transita por la acera de la derecha junto a los ventanales de la fachada granate del restaurante y constato que mi mente ya no está en Sevilla sino en Londres y no en este domingo en concreto, sino que podría ser otro día cualquiera.

Me refiero a que en este instante, cuando escucho esa canción de música disco de los ochenta que proviene de unos altavoces instalados en la acera de Portobello Road y miro hacia el fondo de la calle, siento que me he evadido de mi día a día. Es nuestro tercer día aquí, hemos vuelto.

Antes, subimos las escaleras de la estación de metro, giramos a la derecha por una calle comercial que nos llevó a otra llena de casas típicas de Notting Hill con pequeños jardines en sus patios delanteros que nos han recordado a la famosa película de Julia Roberts y Hugh Grant. Las fachadas de las casas cambian del celeste al naranja, del gris al verde, o del amarillo al rosa. Sus ventanas son grandes y algunas dejan ver en su interior a sus moradores sin importarle a éstos ser observados por los transeúntes.

Atraídos por su escaparate, hemos entrado en una tienda de antigüedades con bolas del mundo, calaveras, baúles, cuadros, escritorios, anteojos. Después hemos recorrido cuesta abajo el mercado, hoy domingo menos concurrido, y hemos llegado a la famosa librería The Notting Hill Bookshop, intentando abrirnos paso entre los jóvenes, la mayoría chicas, que atentamente abrían y leían libros amontonados en las grandes mesas o los cogían de las estanterías de color madera claro con sus tomos de colores llamativos. Los estrechos pasillos estaban llenos, casi hacíamos cola.

Al salir, justo al lado, tomamos asiento en el interior de una cafetería en la que el té y un bizcocho de naranja y chocolate nos supo a gloria mientras observábamos a través del ventanal que teníamos delante a la gente que pasaba y a una pareja que estaba sentada en una de las pequeñas mesas redondas de color rojo. El camarero que nos sirvió nos dio las gracias en español y nos dijo que conoce Estepona porque su abuelo vive allí.

Después de pasear un poco, volvimos hacia Lancaster Gate porque ya hacía frío y solo estábamos a dos paradas de metro. El metro y su gente te hace ver la variedad de residentes y visitantes de Londres, un universo en una sola ciudad, la ciudad más internacional. Se abren las puertas y oímos “¡Mind the gap!”, ya hemos llegado a nuestro destino, y al salir a la derecha vemos el cartel luminoso que indica “Wait out”.

Nuestro hotel está justo ahí, frente a Hyde Park, la zona donde me quedé la primera vez. Estaremos un rato en la cafetería y charlaremos con la camarera armenia que nos pregunta por nuestro día en Londres. Nos gusta estar sentados en el cómodo sofá y ver cómo llegan hombres de negocios japoneses muy sonrientes y animados. Y en la barra hay una pareja que charla animadamente y toman sus cócteles con sus pajitas. Todas estas escenas me recuerdan mi primera estancia en Londres de hace ya tantos años pero a la vez tan cercanos. Todo sigue igual en la ciudad del Támesis.