Sevilla fue contada por distintos cronistas oficiales desde el siglo XVI hasta el XIX. Ahora todo está acumulado en millones de bytes invisibles, aunque todo empezó con papel y pluma.
Diego Ortiz de Zúñiga fue el primero en atreverse a contar la historia de Sevilla, desde la entrada de Fernando III en 1248 hasta las sucesivas pestes de 1649. Su relato, aceptado durante demasiado tiempo por algunos historiadores, ofrece una visión distorsionada del pasado: mezcla el puritanismo de la época con loas a duques y reyes, junto a una absoluta despreocupación por las clases bajas.
Uno de los pasajes más llamativos narra la historia de unas lagartijas que vivían en el convento de la Trinidad: en 1404, cuando un hortelano robó la sagrada forma de la iglesia, las lagartijas, erguidas sobre dos patas y con las manos juntas en señal de rezo, desvelaron el lugar donde el ladrón la había escondido. Una suerte de zahoríes beatas, semejantes a esos perros de aeropuerto que detectan fajos de cocaína a distancias inverosímiles.
El siglo XVIII lo narra Justino Matute y Gaviria, médico de profesión y humanista convencido. En sus crónicas aparece el Lustro Real, cuando Sevilla se adentra en un ciclo de fiestas continuas con la corte de Felipe V instalada en el Alcázar. La construcción de unos palcos a orillas del Guadalquivir, los fuegos artificiales diarios en la plaza del Duque o las chirimías en la Alameda componían un teatro que buscaba enmascarar la decadencia de la ciudad tras el traslado de la Casa de la Contratación a Cádiz en 1717. Aunque más riguroso que su predecesor, también Matute se dejó embaucar por la fantasía y la exageración. Gajes del barroco.
La primera mitad del siglo XIX —hasta 1850— la describe José Velázquez y Sánchez, periodista, historiador, archivero y crítico taurino nacido en Cádiz y fallecido en Filipinas. Le corresponde a él narrar la incursión francesa y mostrar la evidencia de que esta ciudad ha rendido pleitesía a los poderes hegemónicos con fervorosa lealtad: tan pronto se convocaban tumultos contra la ocupación como, al día siguiente, se recibía a "Pepe Botella" con despliegues solemnes, pasando por la Catedral y el Alcázar, y se sustituía la festividad de la Asunción de la Virgen del 15 de agosto por el cumpleaños del emperador Bonaparte y de la emperatriz Josefina.
El último tramo del siglo XIX deja un sabor de boca más humano y conciso —por fin aterrizan la antropología y la sociología en las crónicas—, con relatos sobre fiestas, verbenas, excursiones científicas y encuentros literarios finiseculares. Miembro de un Ateneo mucho más moderno que el actual, Alejandro Guichot y Sierra forma parte del círculo cercano a Demófilo, raíz de grandes poetas, mentes abiertas y empeños valientes.
Tras ese volumen —titulado "Ensayo de recordatorio de las fiestas, espectáculos, principales funciones religiosas y seculares y costumbres de la vida pública que se verifican y se observan actualmente en Sevilla"— el periódico le ganó la batalla al libro, y las crónicas enciclopédicas desaparecieron. La Sevilla del XX se aloja en los titulares de El Correo de Andalucía y ABC, con sesgos similares a los de los cronistas.
La ciudad relatada por cronistas sin vocación científica será un reflejo distorsionado, parcial y discutible. Pasaron muchas más cosas en Sevilla de las que aparecen en sus textos —todos consultables en línea, la mayoría en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes—, con probabilidad las más relevantes: costumbres perdidas, anécdotas, casas y calles desaparecidas, injusticias olvidadas.
Hoy la palabra "relato" se extiende con una pesadez extenuante para los lectores de periódicos y oyentes de radio. Este "relato" se parece mucho —sin caer en el anacronismo— a la visión de Ortiz de Zúñiga y sus seguidores. Poco importa la verdad, lo decisivo es que la idea se propague, ascienda a las cabezas y quede allí incrustada, en la médula de las creencias más primitivas. Imagino la perplejidad de los historiadores del futuro cuando contrasten el horror de las crónicas —una España que se rompe, una economía asfixiada, una atmósfera política irrespirable y un odio que se extiende como la peste— con los vestigios arqueológicos que dejemos, como los datos del progreso social y económico de nuestra joven democracia, ya registrados para siempre en una nueva invisible. No hallarán lagartijas beatas, pero sí hombres lanzando fuego por la boca, proclamando que el mundo arde mientras preparan un bote de gasolina y un mechero. Pobres historiadores del futuro.