Escribo estas líneas sentado en el avión rumbo a España, sumido en ese particular trance que supone abandonar un lugar que ha significado tanto y regresar a la rutina. Confieso que hay algo melancólico en este intermedio aéreo.

Un tiempo que siempre aprovecho para repasar los días pasados y contar lo que me llevo conmigo. Como quien guarda en la maleta no solo ropa y libros, sino un puñado de recuerdos que ya son parte de uno mismo.

Dejar París siempre cuesta. Al menos a mí. Porque cuando uno se despide de la capital francesa, tiene la sensación de que quedan demasiadas cosas por hacer, demasiados lugares por descubrir, demasiadas emociones por sentir.

Hemingway terminaba Su París era una fiesta con una afirmación rotunda: “París no se acaba nunca”. Y quienes hemos vivido alguna vez en la ciudad de la luz sabemos perfectamente que el premio Nobel estaba en lo cierto.

Porque “París es siempre una buena idea”, como decía Audrey Hepburn. Y no le faltaba razón. Para muchos, la ciudad francesa es sinónimo de liberación, un lugar donde la vida parece más intensa y más plena.

Pero también es una tierra donde poder poner el contador a cero, un refugio en el que olvidarnos de lo que fuimos, reinventarnos, e incluso soltar el peso muerto del pasado, como sugería Michael Simkin.

Quizá sea por el ambiente parisino. Esa luz inspiradora, el arte que desborda los museos o el rumor de sus cafés, que nos invita a volver a empezar, a sentirnos ligeros, casi resucitados en vida.

Pero París es también esa ciudad idealizada por miles de viajeros que llegan con el deseo de seguir las huellas de quienes la habitaron antes. Persiguen el rastro de escritores, pintores o filósofos, como si con ello pudieran vivir otra vida.

Yo confieso haber caído muchas veces en esa trampa. Y como si fuera el personaje de Gil en Midnight in Paris, he recorrido la ciudad durante estas semanas en busca de ese París.

Me ha parecido ver a un Hemingway joven y hambriento vagando por los Jardines de Luxemburgo, a una Colette rebelde, escondida tras las cortinas de su apartamento en el Palais Royal, al bueno

de Cortázar saboreando las exquisiteces de Le Polidor o a los inconformistas Modigliani y Picasso discutiendo acaloradamente sobre la vanguardia en algún café de Montparnasse.

París tiene esa capacidad de superponer tiempos, de fundir el mito con la realidad presente. Sin embargo, con el paso de los días, ese espejismo se fue desvaneciendo para dejar paso a un París distinto, el mío, el que he ido construyendo con gestos cotidianos.

Desde un simple café, a un paseo sin rumbo por la orilla del Sena o el descubrimiento casual de una librería diminuta.

Hace poco, charlando con mi compañero de la Universidad Loyola Andalucía, Fernando Iwasaki, me dijo algo que todavía resuena en mi cabeza: “Cada uno tiene su propio París, pero lo bonito es poder compartirlo”.

Quizá ahí radique la verdadera grandeza de esta ciudad, que por mucho que persigamos el París de otros, acabamos construyendo una historia propia que luego contamos a quienes sueñan con vivir aquí.

El pasado 14 de julio, mientras contemplaba el impresionante despliegue de fuegos artificiales sobre la Torre Eiffel, esos que ensalzan el sentimiento nacional del hexágono galo y anuncian, de forma oficiosa, el inicio del verano, sentí esa punzada de nostalgia que acompaña siempre a los finales.

Aquellos destellos en el cielo eran para mí la señal de que concluía una etapa. Y, mientras la Torre Eiffel se iluminaba, asumí con una claridad casi dolorosa todo lo que iba quedando atrás.

Todo acabará, todo menos París”, escribió Enrique Vila-Matas. Y aquellas palabras me reconfortan, por saber que París no se acaba nunca, porque quien ha vivido allí siempre se vuelve.

Yo he sido feliz en París. Y sospecho que, como dijo Hemingway, tendré la suerte de llevarlo conmigo a donde vaya, el resto de mi vida. Al fin y al cabo, París es esa fiesta que nunca termina, incluso cuando uno ya ha subido al avión de vuelta.