En París, los cafés no son lo que eran. Pero aún quedan mesas junto a los ventanales desde donde ver pasar la vida. Este fin de semana, entre el humo lento de los cafés largos y las migas de un croissant algo tibio, he abierto un libro que eché en la maleta antes de comenzar mi aventura parisina, Voyage en Espagne, de Théophile Gautier. Qué extraño capricho —dirán algunos— leer sobre Andalucía en el mismo corazón de París. Pero hay algo singular en esa inversión de los destinos, como si la nostalgia pudiera ir y venir entre las estaciones del tiempo
En 1840, Gautier recorrió el sur de España buscando el eco de un mundo que ya formaba parte de la memoria como era los vestigios de Al-Ándalus. La belleza de los palacios musulmanes, el encanto de los patios de naranjos o el embrujo de un arte que desafiaba la lógica estética de su época. Como él, otros viajeros románticos franceses quedaron hechizados por el exotismo de nuestra tierra, por la luz rasgada de Sevilla, el misticismo mágico de la Alhambra o la majestuosa quietud de Córdoba. Andalucía fue para ellos lo que Oriente prometía ser, un espejo deformado de sí mismos, un rincón de Europa donde todavía se creía que el tiempo podía detenerse.
Hoy, en un curioso giro del péndulo, somos algunos los españoles —curiosos, lectores, algo sentimentales— los que viajamos a París buscando también esa otra ciudad desaparecida. Queremos encontrar aquella capital de los cabaret provocadores y canallas, de las tertulias bohemias animadas por las copas de vino o de los bulevares inundados de pintores captando en sus lienzos el crepúsculo de una ciudad rezumaste de vida. En definitiva, buscamos la París del siglo XIX que imaginamos en sepia, como si aún resonara el lamento melancólico de un acordeón o vagara el humo de un Gauloises compartido entre páginas de Zola y pinceladas de Monet.
Pero esa ciudad, salvo en algunos rincones que aún resisten, ya no está. La modernidad, el turismo feroz, las franquicias globales y las prisas han hecho mella en su piel. En lugar de chanson française, suena el murmullo multilingüe de los free tours. El arte callejero parece ir desapareciendo en favor de las colas para hacerse un selfie. Y, sin embargo, como dice aquella vieja canción, Paris sera toujours Paris. Incluso cuando se disfraza de parque temático para viajeros del mundo.
Y mientras tanto, Sevilla, esa ciudad que a veces tratamos con desdén, como si nos costara reconocer lo que tenemos delante, sigue ahí, imperturbable. No porque no haya cambiado —claro que lo ha hecho ¡y mucho!—, sino porque ha sabido guardar en su alma su esencia más pura. El paso del tiempo aún no ha borrado la cercanía de los vecinos en sus conversaciones de escaleras o plazas, ni la ceremonia íntima del bar de siempre, ni las cofradías por las calles, ni las sevillanas en las casetas del Real. Tradiciones que van pasando de generación en generación, a pesar del devenir de los tiempos. Por eso, Sevilla ha conseguido una alquimia extraña, pero que muchas otras ciudades persiguen con ansia y sin suerte, como es equilibrar lo antiguo con lo nuevo, el casticismo con la vanguardia. Aun habiendo muchas cosas de la Sevilla clásica que parecen haberse perdido en la memoria.
Quizás por eso, mientras termino este café, ya algo frío, no dejo de pensar que nosotros, los viajeros del siglo XXI, en el fondo, seguimos haciendo lo mismo que Gautier. Buscamos fuera de nuestras fronteras cercanas lo que tal vez siempre estuvo dentro. Y, aunque suene paradójico, seguiré leyendo sobre Sevilla en París, mientras intento encontrar entre los restos del desayuno aquella ciudad francesa que parece existir ya tan solo en las postales.