En 1950 el fotógrafo húngaro Gyula Halász -Brassaï- viaja a Sevilla para hacer un reportaje sobre la Semana Santa y la Feria. El encargo de la revista Harper’s Bazaar se alarga y los resultados no se publican hasta abril de 1953, cuando España está de moda en los círculos de la alta costura mundial gracias a Cristóbal Balenciaga y sus colecciones inspiradas en Goya y Velázquez. 'A Ride in Seville' se incluye en la sección 'Fictions and Features', justo después de un artículo sobre André Malraux y una vez repasadas las novedades de primavera-verano de Dior. Un año más tarde Brassaï edita una selección monográfica más amplia con el título 'Seville en fête', reuniendo setenta fotografías y una decena de textos.
Fotografías de "Seville en fête". Brassaï, 1954
Hace poco encontré un ejemplar en una librería de Canadá y me lo traje a Sevilla en una repatriación secreta de los rostros que allí aparecían, condenados al silencio y el anonimato de las hojas en blanco y negro: entre otros, la cuadrilla de costaleros del palio de la Carretería, un nazareno de las Cigarreras en los Palcos, una costurera y su clienta en un minúsculo taller de costura de la calle Trajano, cuatro amigas de paseo por el Real bajo un cielo de farolillos, un vendedor ambulante de marisco y cuatro guardias civiles apoyados en una fachada indeterminada.
Entre la denuncia social y la promoción turística, la colección reúne todo lo que el fotógrafo ve, sin filtros ni alardes técnicos, desde corridas de toros a escenas urbanas cotidianas. Frente al exotismo de las imágenes sacras de la Semana Santa, se centra en la expresión de los cofrades, en la postura de los nazarenos, en los grupos de chavales pidiendo cera o en el equilibrio matemático de una fila de seminaristas marchando por San Telmo. En su doble naturaleza periodística y artística, bordea con éxito la manida mirada folclórica de España, quizás porque ya contaba con una amplia experiencia en el ejercicio de visitar ciudades, vacunado de los nacionalismos que atravesaban Europa.
Aunque nunca abandona los reportajes fotográficos, desde 1930 los desvelos del artista están ocupados por una nueva expresión artística: el grafiti. Lleva consigo cuadernillos que aboceta sin parar, simulacros de los trazos que más tarde serían grabados en la pared. Para fotografiarlos con mejores condiciones de luz o reencontrarlos años después y seguir su evolución, apunta concienzudamente su posición en un plano como si de un mapa del tesoro se tratase. Las considera obras espontáneas, únicas y vulnerables, en las que se refleja la realidad amarga de sus habitantes, especialmente de los que no tienen voz. Convertido en flâneur, pasea por las barriadas obreras en busca de esas huellas veladas, y así, sin salir de París, es capaz de recorrer el mundo: “A veces, en Ménilmontant, topaba con el arte mexicano; en la Porte des Lilas, con el arte de las estepas; en el distrito 14º, con el arte prehelénico; en la Chapelle, con el de los indios iroqueses, hasta que de pronto, un callejón sin salida me trasladaba bruscamente ante un Klee, un Miró, un Picasso, ante el arte de nuestros días”.
Grafitis. Brassaï, 1930-1950
Muchos de esos trazos no son gubiados por él, sino simples impurezas y porosidades murarias en las que ve cavernas, refugios, placas tectónicas y volcanes, obras de Klee y líneas picassianas, fruto de una mezcla de hallazgos geológicos y manos de artista. Brassaï no fotografía muros en Sevilla, fotografía caras, rostros y expresiones, quizás como derivada lógica de haber cambiado de sus prioridades la selecta fotografía por el grafiti urbano. En vez de las tapias de los conventos y los zócalos de las casas, rastrea el hambre y el cansancio impreso en las miradas de una población que rema contra el tiempo por sobrevivir.
La atracción por dejar huellas intrigantes en las paredes se extiende rápidamente por los círculos parisinos: el propio Picasso admite haber hecho grafitis en Montmartre, alineado con su declarada obsesión por transformar objetos y escenas cotidianas en piezas de arte. También los muros podían ser lienzos inesperados, liberados de marcos académicos y dogmas técnicos para conformar una gran familia de trazos infantiles, imperfecciones materiales, composiciones cubistas y rostros de costaleros.
Si Brassaï visitase hoy Sevilla, tal vez no pisaría el centro, sino que iría directamente allí donde la vida transcurre entre eternos finales de mes y el pegajoso paso de los días, donde los objetos cotidianos conservan el valor de lo ordinario. Sus vagabundeos por la periferia de París invitan a pensar en trayectorias radiales, ataviado con un lápiz, un cincel y una cámara, en busca de las impurezas de la cal, de la topografía del pavimento levantado, de la tierra seca de sus parques, de los rostros perdidos sobre los que recae la rutina. Esa otra ciudad donde el mundo se sostiene y el arte se camufla entre baldosas rotas y muros malheridos, allí donde la hierba crece entre las grietas sin necesidad de sembrarla.