Decía la escritora Irene Vallejo, en su célebre libro El infinito en un junco, que «las librerías son esos territorios mágicos donde, en un acto de inspiración, escuchamos ecos suaves y chisporroteantes de la memoria desconocida». Para quienes somos amantes de la lectura, estas palabras resuenan profundamente, porque no hay mayor deleite que adentrarse en una librería, a veces sin rumbo ni propósito, simplemente para deambular entre sus estanterías, descubrir títulos inesperados, admirar portadas, ojear ediciones y, en ocasiones, sucumbir al hechizo de un libro que, como por arte de magia, acaba ocupando un lugar en nuestra biblioteca personal. Incluso cuando salimos con las manos vacías, nos llevamos el alma llena de nuevas ideas y emociones, porque basta con leer una contraportada, tropezar con un título sugerente o dejarse sorprender por una frase descubierta al azar entre las páginas de un libro, para sentir que, de alguna forma, ya hemos viajado a otro lugar, aprendido algo nuevo o hallado un fragmento de nosotros mismos.
Sin embargo, los últimos años han sido especialmente duros para estos templos del saber. Los efectos de la pospandemia del coronavirus marcaron un punto de inflexión en la vida de las librerías, acelerando cambios que ya se venían gestando desde tiempo atrás. La competencia de las grandes plataformas de venta por internet, con sus precios bajos y envíos exprés, ha supuesto un desafío inmenso para las librerías tradicionales. A esto se suma un cambio evidente en los hábitos del consumidor, que ha dejado de considerar el libro como un objeto imprescindible en un mundo saturado de entretenimiento digital.
En este sentido, Sevilla no ha sido una excepción a la crisis. En los últimos años, la ciudad ha visto cómo echaban la persiana una decena de librerías, muchas de ellas históricas y que durante décadas han formado parte de la identidad cultural de los sevillanos. Casos como el de Panella, Yerma o Verbo, entre otras. Cada cierre no es solo la desaparición de un negocio, sino también la pérdida de un punto de encuentro, de un lugar donde las palabras cobraban vida y las personas podían descubrir mundos nuevos entre estanterías abarrotadas de títulos por leer.
A pesar de esta sangría cultural, las librerías independientes y de segunda mano han demostrado una resiliencia admirable frente a los embates de la crisis. Estos pequeños refugios de la palabra trascienden la mera venta de libros para convertirse en auténticos lugares de encuentro, creando una comunidad de clientes que crece alrededor de la cultura y el pensamiento crítico. Son espacios llenos de vida, gestionados por apasionados de los libros, personas que no solo conocen cada rincón de sus estanterías, sino también los gustos e intereses de quienes cruzan sus puertas. Cada recomendación, cada conversación sobre un autor o una obra, lleva implícita una dedicación que no puede ser replicada por algoritmos ni estrategias impersonales de las grandes cadenas.
Entrar en una de estas librerías es como regresar a casa, un lugar donde uno no se siente como un cliente más, sino como parte de una familia que comparte la misma pasión por los libros. Las grandes cadenas podrán tener más recursos, catálogos extensos y envíos exprés, pero carecen de lo más importante, esa alma que habita en cada rincón de estas pequeñas librerías, donde los libros no solo se venden, sino que se viven y se celebran. Son lugares que nos recuerdan que todavía existen espacios para la pausa y la conexión humana a través de la literatura.