Una tribu se reúne alrededor del fuego. Alguien cuenta lo que ocurrió durante la caza: cómo rastrearon al animal, qué error casi les cuesta la vida, cómo lograron regresar.
No es ocio, es supervivencia. Quien no escucha el relato, no aprende. Quien no aprende, no sobrevive. Desde entonces, contar historias ha sido nuestra forma de organizar el mundo.
El mito, recordaba Mircea Eliade, no era entretenimiento: era un manual de sentido. La narración nos permitió reconocernos, crear comunidad, dar nombre al miedo y al deseo.
Mucho antes de la escritura, ya sabíamos que sobrevivir dependía de poder contar lo ocurrido. Y cuando las palabras empezaron a fijarse sobre piedra, arcilla o papel, inventamos algo aún más poderoso: la posibilidad de guardar lo aprendido para los que vendrían después.
Fue Ursula K. Le Guin quien imaginó que el primer artefacto humano no fue un arma, sino un recipiente para conservar semillas, objetos, historias. La escritura sigue siendo eso: una bolsa donde guardar lo que somos antes de que se evapore en el ruido.
A veces parece que vivimos en medio de un estruendo: líderes que vociferan, mensajes inmediatos, espectáculos políticos que prometen verdades absolutas en una pantalla.
El reciente triunfo de Milei en Argentina (con su exaltación del individualismo y su desprecio por lo común, con una retórica que divide al país entre "gente de bien" y "mandriles", con esa rara idea de libertad que oscila entre la provocación y la amenaza) es un ejemplo claro de cómo el ruido puede disfrazar el vaciado de sentido.
Estos meses se repite una pregunta: ¿para qué seguir escribiendo cuando una máquina puede hacerlo por nosotros y el mundo parece premiar lo rápido y lo estridente?
Un estudio reciente del MIT Media Lab analizó los efectos de delegar en la inteligencia artificial tareas de memoria y pensamiento. Los expertos se muestran más o menos catastrofistas, pero coinciden en algo esencial: si dejamos de ejercitar la reflexión y el lenguaje, dejamos de pensar con profundidad.
La periodista Katharine Graham solía decir que "a veces, en medio de la presión y el ruido, lo más difícil es tomarse el tiempo para pensar." Quizá escribir sea justamente eso: un modo de hacer silencio para pensar despacio, cuando todo alrededor nos empuja a no hacerlo.
Porque pensar no ocurre antes de escribir: ocurre mientras escribimos. Joan Didion lo dijo mejor que nadie: "Escribo para descubrir qué estoy pensando, qué estoy mirando, qué veo, y qué significa".
"Los expertos se muestran más o menos catastrofistas, pero coinciden en algo esencial: si dejamos de ejercitar la reflexión y el lenguaje, dejamos de pensar con profundidad"
Escribir, en fin, no es solo expresar lo que sabemos, sino descubrir lo que no sabíamos que pensábamos.
El filósofo Byung-Chul Han, último Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, advierte que vivimos una era de hipercomunicación sin reflexión, donde lo inmediato sustituye a lo significativo.
Por eso la escritura, con su tiempo propio, es un acto de resistencia frente a la pérdida del sentido. Y quizá, como recuerda Máriam Martínez-Bascuñán en El fin del mundo común. Hannah Arendt y la posverdad, sea también una manera de mantener viva la conversación que nos hace humanos.
Arendt veía en el pensamiento un diálogo interior, una práctica que preserva el espacio compartido cuando el mundo común se resquebraja. Escribir es seguir hablando con nosotros mismos y con los otros, incluso cuando el ruido amenaza con volverlo imposible.
En un momento en que los algoritmos pueden redactar por nosotros con total corrección, la cuestión no es si pueden hacerlo mejor, sino qué perdemos nosotros cuando dejamos de hacerlo. Porque escribir (a mano o a máquina, con torpeza o con fluidez) nos mantiene dentro del proceso de pensar, nos conecta con la experiencia.
No se trata de temer a la inteligencia artificial ni de idealizar el pasado. Se trata de no perder el gesto que nos dio voz. De seguir usando las manos para pensar. De mantener viva esa bolsa donde guardamos lo que, de otro modo, desaparecería.
Quizá seguir escribiendo sea eso: seguir fabricando bolsas donde guardar lo que somos, antes de que se evapore en el ruido.
*** Javier Siedlecki es especialista en narrativa y oratoria y director de la consultora Zelwa Storytelling.
