Leí por ahí que los grandes amores siempre arrancan con un: “Pero, ¿y este gilipollas, de dónde sale?”.

Eso les pasa a Vito Quiles y Rufián. No hay nada como una piedra en el zapato para recordarte que estás vivo. Vito espera a Gabriel a las puertas del Congreso como los novios se esperan al salir de clase, cuando dan las dos y la calle huele a pan. Desde antes se piensan y se estiran las cuerdas del cuerpo. ¿Vendrá hoy? ¿Qué irá a decirme? ¿Sabrá que le tengo en la cabeza? Disimularé. Tengo un plan para que parezca que quiero algo y que no lo quiero al mismo tiempo: en esto consiste la tensión sexual. En el hueco caliente y supurante que queda entre un sí y un no.

Hay una cosa parecida a la esperanza atravesando la semana de los muchachos. La sensación de que alguien te busca, zigzagueante. La sensación de que alguien tiene ganas de verte. La sensación de que alguien te ronda haciendo como que pasaba por allí. Sea como sea, algo se acerca. Algo tiene que ocurrir.

Ya están rugiendo los leones. 

Vito ve a Rufián cruzar el umbral de la puerta y se le cambia el gesto: o sea, es posible la ternura. Rufián va en traje gris y se quita lentamente las gafas de sol para sonreírle no sólo con la boca, sino con los ojos achinados. Está guapo, quiere estarlo. Arruga su naricilla de boxeador contando con la complicidad del otro púgil. Sabe que va a ser mirado. Para tontear en serio uno tiene que clavarse los ojos. Uno tiene que desplegar severamente el mapa de la propia cara.

A mí me gusta ver caminar a Vito y a Rufián bajo el sol, con sus soledades ideológicas haciéndose compañía, como los chicos de Brokeback Mountain compartiendo silencios clamorosos en la montaña. Algo se va cargando con el paso de los días. El sexo se hincha y duele un poco, levísimamente. Y gusta porque duele y duele porque gusta: este tipo de cosas necesitan de la grieta. Es lo que hay.

Dicen que son antagonistas, pero a ver qué significa eso en el contexto del deseo, que es ese vértigo y esa afición por el contrario. Cada cultura sacrifica a su modo. 

La tensión sexual disfruta quebrando tus valores, las cosas que juraste que nunca ibas a hacer. Esto va de ser sometido en secreto. 

Al mismo tiempo, Rufián y Vito se llevan el paso, se han cogido el ritmo. Están nerviosos y felices de verse. Saben que será breve. Siempre es así. Van magnéticos, irónicos, pendulares. Acercarse y alejarse del otro ha adquirido la misma importancia.

Es un juego muy serio. 

Hay una idea que les llena de angustia: saber que nada de esto puede colmarse. No es por represión, ni siquiera por ese aburrimiento de la heterosexualidad (no sé qué es eso, no he conocido ni a un solo heterosexual en toda mi vida), sino porque la gracia de la tensión sexual, de la verdadera, de la salvaje, es que no puede apaciguarse con el sexo.

Besarse no es suficiente, tocarse no es suficiente, penetrarse no es suficiente. ¡Si eso lo hace cualquiera! Suena a visto. Suena antiguo.

Uno quisiera algo más radical, como meterse en el vaso de agua del otro y ser bebido. Ser tragado, como Pinocho por la ballena, y toquetear las entrañas del monstruo. Ser escupido.

Uno quiere jugársela y luego salir indemne.

Uno quiere clavarle al otro una espada en el pecho y que le salga por la espalda. O sea: queremos que pase algo de una vez.

Vito y Rufián a veces se ahogan un poco o se atropellan, pero es porque se caen muy bien y ya no saben dónde colocar las palabras para que el otro las recoja. Son rápidos los dos. Son buenos en el ping pong dialéctico. Vito le habla de usted a Rufián y Rufián le habla de tú a Vito. Es el teatrillo de la seducción funcionando, echado a rodar. 

“Justo hablábamos de ti”, dice uno. “¿Y qué decían?”, dice el otro. “Que dónde está este tío”.

Yo tengo la respuesta: debería estar odiándote, pero te está deseando.