De todas las tonterías, barbaridades y mentiras que se han ido diciendo estos días sobre la imposición del monolingüismo en catalán en las escuelas de Cataluña, la famosa immersió, ninguna tan tonta, tan bárbara y tan falsa como decir que esto es un “modelo de éxito y de cohesión” y que los mismos inmigrantes castellanohablantes y sus hijos “pedían a gritos” ser escolarizados sólo en catalán, gracias a lo cual se han “integrado”, han “prosperado” y han hecho gozosamente realidad uno de los mantras más amados del nacionalismo: “Som un sol poble”.

Son cosas que suenan bien hasta que les das una vuelta. Una buena vuelta. Para empezar: ¿quién dice que la lengua castellana o española, como ustedes gusten, llega a Cataluña de la mano de inmigrantes? Hasta donde yo sé, la hablaban desde pequeñitos y en su casa gente tan autóctona y principal como Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, Juan Marsé o Manolo Vázquez Montalbán. Al mismísimo Artur Mas le llamaban Arturito de pequeñito, que burguesía catalana, lo que se dice haberla, hayla. Pero durante mucho tiempo habló mayoritariamente en castellano. Igual que buena parte de la gauche divine.

Ciertamente, la diferencia entre un catalán castellanohablante y un habitante de Cataluña llegado cualquier día del resto de España (me resisto a utilizar la palabra “inmigrante”, que me parece casi obscena en este contexto), es que el primero suele ser bilingüe, mejor o peor, pero bilingüe. Se defiende mal que bien en las dos lenguas. Mientras que el que viene de fuera tiene que romper una dura cáscara monolingüe para enfrentarse a una nueva realidad.

A mí misma me pasó cuando con cuatro añitos me fui a vivir con mis papás un tiempo a Granada: pasé de hablar catalán en casa todo el día, a hablar un andaluz (granaíno) sin matices en la escuela. Supongo que a aquello también se le podía llamar inmersión, aunque nadie lo hubiera planteado así.

"Si en un momento dado el nacionalismo decide hacer todo lo posible por cortarle una lengua entera al territorio, es por miedo a 'los de fuera'"

Créanme que hay una gran diferencia, una diferencia abismal, entre la inmersión por las buenas o por las malas. Yo me las vi y me las deseé para descifrar muchas cosas que se decían en mi colegio (para empezar: ¿cómo y por qué se les ocurrió llamarme Ana Mari?), pero nadie me señalaba ni me trataba mal y, lo más importante, nadie pretendía que yo, para aprender el español de Granada, renunciara al catalán de Girona y pasara a exigir a mis padres que en lo sucesivo sólo se dirigieran a mí recitando versos de Lorca.

No había violencia ni desprecio por mi lengua materna, que ojalá se les hubiera ocurrido enseñármela como a mis cuatro añitos me enseñaron a contar hasta diez en inglés (podríamos hablar un día de las inmensas posibilidades de ofrecer asignaturas optativas de lenguas cooficiales en todos los colegios de España...). Pero desde luego lo que nunca hicieron, lo que nadie hizo, fue convertir mi bilingüismo en un drama. Ni en una traición.

En Cataluña, el español es tan antiguo como el catalán, insisto, y si en un momento dado el nacionalismo entra en modo comando y decide hacer todo lo posible por cortarle una lengua entera al territorio, no es tanto por reacción frente al franquismo, como suele decirse (y lo suelen decir con mayor entusiasmo aquellos cuyas familias más estiraban el cuello para estar a bien con Franco), como porque, efectivamente, les tienen miedo a “los de fuera”. A los “inmigrantes”, “charnegos”, “esos otros”, que de todas estas maneras yo les he oído nombrar.

Jordi Pujol era muy consciente de tener la demografía en contra cuando trataba por todas sus fuerzas de imponer el catalán como lengua propia, preferente, y, andado el tiempo, única. Cuando se iba a ver a los patriarcas gitanos y a los organizadores de la Feria de Abril y, zalamero, les aseguraba que ellos no, que ellos “no hacía falta” que se estresaran aprendiendo catalán.

Pero, ay, qué oportunidad para sus hijos... Disfrazando así de “cohesión social” un mensaje subliminal mucho más clasista, segregador y hasta burdo: o aprendes catalán, o serás un inadaptado. Si no sabes catalán, a fregar escaleras. Que el español es “la lengua de la criada”, como llegó a escribir textualmente, un día no muy lejano, el articulista Salvador Sostres.

"Con lo fácil que habría sido hacer avanzar las dos lenguas en paralelo, que una tirara de la otra y la otra de la una"

La cosa caló tanto que ahora mismo tenemos en el Parlamento catalán diputadas del Magreb y de Colombia que fue abrazar la lengua catalana y prosperar. Y hasta una jovencísima diputada de Santa Coloma de Gramanet, municipio castellanohablante por excelencia, que milita en ERC y que cada vez que abre la boca en el pleno es para agradecer que la escolarizaran en catalán para poder tener así “muchas más oportunidades”.

¿Más oportunidades que con la otra lengua cooficial de Cataluña, que además es la lengua de sus padres? ¿Cómo y por qué? Si los ya citados Gil de Biedma, Marsé y Montalbán no tuvieron que renegar del castellano para triunfar en la vida, ¿por qué esta chica sí?

Con lo fácil que habría sido hacer avanzar las dos lenguas en paralelo, que una tirara de la otra y la otra de la una, promover por igual castellano y catalán y hasta el inglés, ser de verdad un sol poble, no una sociedad enferma de rencor y de división donde se puede machacar a una criatura de 5 años por pedir el 25% del castellano en la escuela. Donde se acusa a la familia de la criatura que pide eso, a las 80 familias que han osado pedirlo en los últimos años, a las 32 familias que se han animado en los últimos días (esto solo ya te empieza a deshelar el corazón...), de poner el catalán al borde de la extinción.

Una extinción que ya habría empezado incluso, según fantasmagóricos lingüistas citados en una campaña de Parlem Telecom (empresa catalana de telefonía de la que es socio uno de los diputados de Junts más extremistas, Joan Canadell) emitida estos días a troche y moche en TV3. A mí me ha venido muy bien para hacer eso que llaman yoga facial: no paro de abrir y de cerrar la boca ni de reencajarme en su sitio la mandíbula.

"Tener la lengua por el mango es tener el poder, piensan algunos, con razón. Que no es precisamente razón de Descartes"

Es mentira que el catalán se defienda atacando el español. Ni al revés. Ese fue el error, el inmenso error, de Franco, y lo ha copiado al pie de la letra un nacionalismo cateto, comido por los complejos y por el miedo.

También es mentira, o debería serlo, que para salir de pobre en Cataluña sólo valga el catalán, como de forma asombrosamente contradictoria llegó a afirmar cierta izquierda: ¡comunistas hablando de “catalanismo popular”, cuando el catalanismo era el juguete favorito de una burguesía obsesionada con el proteccionismo a ultranza de sus privilegios y negocios...! Como todavía afirma la ultraderecha catalanista, lo mismo en su versión apoltronada en el Gobierno que en sus manifestaciones antisistema.

Si hay que quemar furgonas con un agente policial dentro, se queman. Y si hay que ir a tirar piedras a la casa de la criatura de Canet, pues lo mismo.

Tener la lengua por el mango es tener el poder, piensan algunos, con razón. Que no es precisamente razón de Descartes ni razón de Estado, sino de la otra, la de los hechos más consumados y más crueles: obligar a toda Cataluña, y a todos los españoles que se pueda, a vivir por debajo de sus/nuestras posibilidades. Jibarizarnos a todos, por no decir directamente arrancarnos las cabelleras. Y el alma.

Pero, por primera vez en mucho tiempo, algo me dice que ya no lo van a conseguir más. Que esta vez se les ha visto y se les ve el plumero desde muy lejos. Desde toda España. Por fin.

*** Anna Grau es periodista y diputada de Ciudadanos en el Parlamento de Cataluña.