Sólo con los ojos de la fe pueden verse sin incredulidad las propuestas de derribar la cruz del Valle de los Caídos. Desde un punto de vista laico o civil, carecen de sentido, se miren por donde se miren. Veamos.

Primero, el burdo truco demagógico. Resignificar un monumento es destruirlo. No olvidemos que la esencia de cualquier monumento u obra de arte estriba en su significado, a cuyo servicio está por entero.

A partir de ahí, ¿qué persona civilizada contempla la posibilidad de derribar o mutilar un monumento porque no comparta los principios de quienes lo levantaron? ¿Se les ocurre a los franceses exigirnos asolar, para la normalización de las relaciones francohispanas, el Monasterio del Escorial? Fue erigido en conmemoración de la aplastante victoria de los Tercios de Felipe II sobre las tropas de Enrique II. ¿Y qué? Ni a un iberista irredento como yo se le ocurre guardar ninguna suspicacia contra el Monasterio de Batalha, aunque celebre por todo lo alto la derrota española de Aljubarrota, que supuso, ay, la consolidación del reino de Portugal. Nos gozamos en la belleza de Batalha, incluso en su belleza patriótica.

Como documento para el estudio y la comprensión de ese proceso, no tiene precio

Está después la espinosa cuestión del mérito artístico del Valle de los Caídos. Ese mérito es discutido, sí, pero eso, lejos de quitarle valor, se lo da. Por dos razones muy evidentes. Porque lo propio del arte contemporáneo es su discutibilidad, que se considera (casi siempre) un paradójico valor indiscutible. Sería raro que los que tanto ponderan la capacidad de impacto, de escándalo, de remover las conciencias, etc., etc., se la afeasen al único monumento que de verdad les impacta y escandaliza.

Segundo y mucho más serio: que se discuta la valía artística del Valle de los Caídos, con tantísimos prejuicios en su contra, nos muestra su extraordinaria resistencia estética. No me extraña, porque es un ejemplo señero de la arquitectura monumental del siglo XX, con la virtud de hacer una síntesis muy sólida de tradición, modernidad e integración en el paisaje. Por cierto, que no se agradece su papel en la preservación del entorno natural, que el monasterio ha salvaguardado felizmente de la urbanización recreativa de la zona.

Desde una consideración histórica, tampoco se sostiene la voluntad de derribo o alteración. La damnatio memoriae que quiere aplicarse al franquismo debería escamar más que a nadie a los antifranquistas, pues implícitamente sugiere que su interpretación está resultando incapaz de imponerse en buena lid: respetando hechos, argumentos ni huellas monumentales.

Para la historia, el Valle de los Caídos es una prueba, por un lado, de la victoria de uno de los dos bandos de la guerra civil y de su cosmovisión católica y, por otro, de una voluntad de reconciliación nacional desde el principio. Ésta puede o no apreciarse, pero el Valle de los Caídos la testimonia muy explícitamente desde su misma concepción. Evolucionando y reencontrándose con las distintas ansias de paz, piedad y perdón que nacían en el otro bando, culminó en la transición española. Como documento para el estudio y la comprensión de ese proceso, no tiene precio.

La ubicación del Valle de los Caídos tampoco justifica una intervención. No está, precisamente, en el centro de Madrid ni en ninguna gran ciudad ni impone su presencia a nadie que no quiera desviarse mucho para visitarlo. Son las repetidas intenciones intervencionistas del Gobierno y sus aliados mediáticos las que lo sitúan en el centro de la polémica pública. El Valle en sí mismo tiene una firme vocación de apartamiento.

Ni siquiera, según las últimas encuestas, estos movimientos gubernamentales aportan rentabilidad política. Ni mueven el voto de los indecisos ni movilizan a los partidarios.

Los partidarios de las revueltas del mundo se rebelan contra esa insolente permanencia de la cruz

Hay una última inutilidad. El muestrario de espléndidas fotografías (ojo a la fotogenia impresionante del Valle de los Caídos) conservará el monumento y sus valores históricos y estéticos, con más emoción (si cabe) tras un hipotético derribo. ¿Se prohibirán también las fotos y las sucesivas leyes de la memoria histórica (cada vez más frenéticas) considerarán su divulgación, su exposición, su posesión… como apologías delictivas? Derribar la cruz del Valle no sólo es irracional, sino inútil y, en última instancia, imposible. Sin embargo, están empeñados. ¿Cómo se explica?

Con los ojos de la fe, claramente. Según el viejo lema, stat crux dum volvitur orbis, la cruz permanece, mientras el mundo da vueltas. Los partidarios de las revueltas del mundo se rebelan contra esa insolente permanencia de la cruz. Es la única razón, si se sopesan las otras. San Pablo advirtió que la cruz es «escándalo para los judíos y necedad para los griegos», queriendo advertir del rechazo que genera. Hay, por tanto, una clara motivación teológica, aunque sea invertida. Como ha explicado en el espléndido ensayo La fe de los demonios el filósofo francés Fabriçe Hadjadj, es la caridad, no la fe, lo privativo de los cristianos. ¿Les extraña? Obsérvese cómo lo que se llama resignificar incide en la desacralización del Valle de los Caídos: derribar la cruz y expulsar a la comunidad contemplativa de los benedictinos. 

Tirar la cruz del Valle (quizá la más alta del mundo) pondría a los ejecutores a la altura de los talibanes o de los iconoclastas puritanos de Cromwell a los ojos del mundo y de la historia. No es poco precio. Pero obsérvese que ambos, talibanes e iconoclastas, estuvieron dispuestos a pagarlo porque eran hombres movidos por una fe arrasadora.

*** Enrique García-Máiquez es poeta, crítico literario y articulista.