Continuamente se nos dice que la vida no volverá jamás a la normalidad tras la pandemia de Covid-19 porque esta ha implosionado. Porque no estaba funcionando para todos y porque estaba dañando la capacidad del planeta de sustentar la vida. Pero esa normalidad no era en absoluto normal, sino absolutamente disfuncional.

Esta disfuncionalidad, ahora expuesta a plena luz del día con la crisis sanitaria, ha hecho sonar en todo el mundo la señal de alarma: el racismo estructural no va a tolerarse más. La violencia de una injusticia a menudo impartida en nombre de la ley y el orden, y los innumerables actos de microviolencia sufridos día sí y día también por niñas, niños, mujeres y hombres de color, han sido durante siglos parte integrante de esa misma normalidad. Las persistentes injusticias raciales, económicas, ecológicas y sociales han dividido radicalmente a las sociedades humanas y están interconectadas.

En mayo de 1966, Martin Luther King dijo: “No tengo la más mínima intención de adaptarme a unas condiciones económicas que dañan las necesidades de la mayoría para concederles lujos a unos pocos y que abandonan a millones de personas consumiéndose en una solitaria isla de pobreza en medio de un vasto océano de prosperidad”.

Sin negar la genuina tragedia de la pandemia de la Covid-19, la muerte de George Floyd en manos de la policía es síntoma de otra recalcitrante enfermedad que infecta nuestras sociedades. Enfermedad a la que podríamos llamar codicitis.

Como todos los virus, la codicitis es altamente contagiosa y se puede contraer sin siquiera darse cuenta. Uno puede incluso nacer con ella. Es una enfermedad que hace creer que una buena vida exige más y más riqueza y posesiones materiales. La codicitis, en fin, produce una insana obsesión por adquirir riqueza material. Una vez obtenida esta, se usa para estratificar a la sociedad.

Quienes tienen más riqueza material disfrutan de acceso a una mejor salud, educación, condiciones sociales, bienes y servicios que los que poseen menos dinero. Las personas con menos recursos económicos carecen en general de visibilidad, igual que sus necesidades, prioridades y preocupaciones.

La Covid-19 nos recuerda que estas personas no son inexistentes. Son los trabajadores a destajo, estacionales, a tiempo parcial o con tres empleos. Son las personas que ni cobran un salario ni están en nómina. Como las madres y las cuidadoras de familiares ancianos o enfermos, o como los que han sido reconocidos por vez primera como trabajadores esenciales.

Un sistema construido sobre la base de la desigualdad de razas y géneros no es ni sustentable ni sostenible

Son aquellos que trabajan como taxistas, conductores de autobús, basureros o dependientes de la tienda de la esquina. Trabajos sin los cuales nuestras vidas en confinamiento serían mucho más penosas, cuando no simplemente imposibles.

Son las personas sin garantías de un salario mínimo, a menudo sin acceso a una asistencia sanitaria básica, ya sea por no disponer de ella como beneficio social o laboral, ya sea por temor a ser reconocido como un sin papeles, expulsado del país y separado de su familia.

Son también las personas sin seguridad en su empleo, o expuestos a accidentes laborales por la negligencia de empleadores sin escrúpulos.

Este cuantioso grupo de trabajadores esenciales incluye un gran número de valientes individuos a los cuales hemos aplaudido desde nuestras ventanas y balcones para reconocer su papel indispensable en el buen funcionamiento de nuestras comunidades.

Las víctimas de la crisis de codicitis no son sólo las personas de color. Pero si uno es negro, asiático o de otra etnia o grupo minoritario en un país avanzado, tiene mucho más riesgo de sobrevivir en el fondo de una sociedad donde la riqueza y la influencia determinan el valor de una persona.

Más de medio siglo después de la isla de pobreza de la que habló Martin Luther King, y a pesar de los inmensos avances en ciencia y tecnología, más de doscientos artistas y científicos, incluida la actriz Isabelle Adjani y los premios Nobel Albert Fert y Muhammad Yunus han vuelto a alzar su voz por las mismas razones.

Claman por un liderazgo y una lógica basados en valores, y que hagan posible una ecología y un humanismo que florezcan económicamente en una nueva normalidad.

En sus propias palabras: “La carrera en pos del consumismo y la obsesión por la productividad nos ha conducido a negar el valor de la vida misma: la de las plantas, la de los animales y hasta la de un gran número de vidas humanas. La polución, el cambio climático y la desecación de las zonas naturales que aún nos quedan han llevado el planeta al punto de ruptura”.

Luchar tenazmente contra la codicitis con la misma energía con la que nos empleamos en lograr una vacuna contra la Covid-19 es cuestión de supervivencia. Los votantes quizá estén despertando al hecho de que toda nuestra fuerza reside en que cada uno de nosotros viva con dignidad en un sistema coherente tras redescubrir el canto de los pájaros y el sonido de los arroyos en oasis urbanos.

Los veinte billones de dólares en fondos de estímulo que se estima van a derramarse a través de la economía global debieran destinarse (al igual que todos los recursos públicos) al bien común.

Si de sobrevivir y florecer se trata, podemos atajar la crisis del cambio climático, la de la sanidad, la económica (y su pariente más cercano, la crisis de la pobreza). Pero sólo a condición de que reconozcamos que un sistema construido sobre la base de la desigualdad de razas y géneros no es ni sustentable ni sostenible.

La interminable carrera por el crecimiento sin límite, donde el Producto Nacional Bruto (PNB) es la medida indiscutible del éxito económico, carece de toda lógica. El PNB mide el grado de producción, pero no el de la salud económica. El diseño del sistema es de tan baja calidad que no oímos más que el pulso del PNB.

Esta lógica es del todo insostenible, hasta el punto de ser cruel. La salud de un paciente grave no se determina sólo por la medida del pulso, sino por muchas otras, como la presión sanguínea, el nivel de oxígeno, la temperatura corporal o el funcionamiento de los órganos internos.

Con imaginación y valentía podemos y debemos reconfigurar la economía y transformar nuestro mundo

El coronavirus no trata a todo el mundo por igual. De hecho, también parece discriminar racialmente. Investigadores de Harvard han observado que “la mayoría de condiciones preexistentes que incrementan el riesgo de muerte por la Covid-19 son las mismas que producen igual efecto en enfermedades derivadas de una larga exposición a la polución atmosférica”.

Así, la exposición a un contaminante muy común, la materia particulada fina, es más frecuente entre la población afroamericana debido a la extendida práctica del redlining o delimitación artificial de barrios y comarcas. Práctica usada históricamente como táctica política, electoral y económica para diluir la fuerza social de las minorías raciales, en especial la afroamericana.

Como consecuencia de ello, las industrias más contaminantes están ubicadas de forma desproporcionada en comunidades con altos índices de pobreza y exclusión social. La Asociación Nacional para el Progreso de los Ciudadanos de Color y el Grupo Ad-Hoc para una Atmósfera Limpia calcularon que más de un millón de afroamericanos viven a menos de 900 metros de una planta de petróleo o gas.

En consecuencia, y aunque los afroamericanos constituyen el 50% del Distrito Federal de Washington, representan el 80% de los casos de Covid-19 en dicha ciudad. Y en Chicago, donde sólo el 29% de la población es afroamericana, el 72% de las muertes por Covid-19 son negros.

No se trata de una cuestión exclusivamente estadounidense. En el Reino Unido, la Oficina de Estadísticas Nacionales informó de que los hombres y mujeres de raza negra tenían el doble de probabilidades de morir infectados por el coronavirus que sus conciudadanos blancos.

Nuestros líderes no han estado a la altura ante los grandes retos de nuestro tiempo. Hemos visto a hombres y mujeres bienintencionados dedicarse con pasión y convicción a posiciones de liderazgo para acto seguido darse cuenta que el sistema está manipulado en contra de la equidad, la justicia o la sostenibilidad.

A menos que se produzca una movilización global sin precedentes de hombres y mujeres de todos los estratos y sectores sociales, una movilización de la creatividad, del honor, del amor, de la valentía y de la compasión, echaremos a perder esta oportunidad única de transformar la pandemia de la Covid-19 en un motivo para acabar con nuestros horribles y peligrosos hábitos.

Debemos encontrar en nuestros corazones lo que ya reconocemos claramente en nuestra conciencia. La combustión de fósiles y el apuntalamiento de industrias contaminantes con recursos públicos nos ha enfermado hasta la parálisis. La pandemia nos ha parado en seco e, irónicamente, nos ha dado tiempo para reflexionar.

Sabemos lo que hay que hacer y contamos con los recursos y la tecnología para curar la codicitis, detener la Covid-19 y acabar con nuestra adicción a la energía fósil. Con imaginación y valentía podemos y debemos reconfigurar la economía y transformar nuestro mundo, imbuyendo en él la justicia social, para avanzar hacia un futuro floreciente, limpio y verde, donde la dignidad humana sea lugar común y cada persona pueda realizarse libremente.

*** Kumi Naidoo es exdirector ejecutivo de Greenpeace, exsecretario general de Amnistía Internacional y embajador global de Africans Rising for Justice, Peace & Dignity.