A pesar de lo que muchos pueden llegar a pensar, no hace falta ser católico para no matar a tus hijos. Parece un mínimo en el que todos podemos estar de acuerdo: matar está feo, matar a un bebé está muy feo y matar a tu propio bebé está tirando a horroroso.

Esta es una de las pocas cosas con las que, a priori, podemos estar todos de acuerdo en un país en el que hay guerras civiles por la presencia de cebolla en la tortilla o por si puedo o no llamar paella a lo que me hizo ayer mi madre cuando el garrofó más cercano me pillaba a tres comunidades autónomas de distancia.

Y como eso es un mínimo en el que podemos estar todos de acuerdo, hay que desligar el debate del aborto de la esfera de la religión (esfera privada) y llevarlo a la esfera del derecho (esfera pública). Esto no es un asunto de creencias, como tampoco lo es la existencia de los tigres de Bengala o del arroz basmati, que existen aunque no los hayas visto. La muerte no es una creencia, el Código Penal no está revelado y yo no soy Moisés.

Por eso, la discusión del aborto se reduce a una pregunta: ¿hay o no hay vida humana desde la concepción? El resto del debate no me importa y cuando llega, yo pongo a mi interlocutor en mute, que es lo mejor que nos ha traído el teletrabajo, esa posibilidad de callar físicamente al pesado de enfrente y sin necesidad de pagar a mi profesor de yoga para que el aislamiento sea espiritual. 

O hay vida o no, no existe el feto de Schrödinger. Si hay vida (algo bastante probable puesto que el feto se desarrolla) y esa vida es humana (de lo que no hay duda porque tiene ADN humano desde el primer segundo y hasta el último), todo aborto es un homicidio. En este caso, con agravante de parentesco. 

No hay ningún motivo por el que debamos obligar a una persona a priorizar la vida de su hijo sobre la suya propia

El único caso de aborto con el que estoy de acuerdo es aquel en el cual la vida de la madre está en juego. Más allá del resto de consideraciones, si el médico te dice que tu vida corre peligro, no hay ningún motivo por el que debamos obligar a una persona a priorizar la vida de su hijo sobre la suya propia.

Más aún cuando lo normal es que, en esos casos, corran peligro las dos. Es decir, como en este caso al menos uno va a morir, es inmoral decirle a una mujer que aquí la que sobra es ella porque lo digo yo y el sol sale por el este. Será su decisión, en todo caso, y yo respeto que decida priorizar la vida de su hijo en un acto de generosidad extrema. Pero no respetaría menos que lo que decida sea priorizar la suya.

No dejaría de ser un asesinato, pero sería en defensa propia. No sólo no hay agravante, sino que hay un eximente y es enorme: nadie puede ir contra su propio instinto de supervivencia, contra el instinto de conservación, y no hay mayor bien jurídico a proteger que la propia vida. Y como esto iba de proteger la vida, cerramos el círculo.

Pero yo no venía a hablar del aborto y ya me he comido media tribuna.

No podemos obligar a los hosteleros a que se inmolen, a que se mueran de hambre, a que no lleven comida a casa

Venía a contar que en Italia hay un movimiento llamado Io Apro (Yo Abro, en español) que ha unido a más de 8.000 locales de hostelería que están abriendo a pesar de las restricciones del Gobierno. Se han declarado insumisos, en rebeldía.

¿Esto está bien o mal? Pues no lo sé, seguramente esté mal, pero yo los comprendo, y se ha dicho que comprender es perdonar. En su actitud veo claramente la misma defensa propia de la que hemos hablado antes. 

No podemos obligar a los hosteleros a que se inmolen, a que se mueran de hambre, a que no lleven comida a casa, a que se carguen de deudas para cumplir con sus obligaciones con los proveedores, con los propietarios de los locales, con los empleados y con la Administración pública. Y todo ello a cambio de nada. Solamente de salvarnos la vida a los demás.

Como en el caso del aborto, ¿podemos exigir a alguien que se muera para salvarme a mí? Se lo podemos pedir, se lo podemos rogar y se lo podemos incluso comprar con ayudas, exenciones, subvenciones, inyecciones y demás keynesianismos con forma de pistola cargada en la mesa de negociación. Pero ¿se lo podemos exigir, sin más?

Porque es lo que estamos haciendo. Estamos obligando a que se arruinen apelando a la generosidad, pero la generosidad tiene un límite y es el de los ahorros, el del hambre por la noche y el del frío a la hora de los deberes.

Me parece inmoral que se obligue a los autónomos a pagar los impuestos derivados de la realización de su actividad cuando, por otro lado, se les está prohibiendo el ejercicio de la misma. No hay por dónde cogerlo.

Soy plenamente consciente de que las administraciones que ponen en marcha este tipo de medidas lo hacen amparadas en la evidencia de que, cortando el contacto social, se salvan vidas. Bien.

Pero hay otra evidencia, y es que, cerrando los bares, estamos convirtiendo en nuestros esclavos a hombres libres con negocios prósperos, a los que estamos purgando en pos de un bien común para el que no estamos legitimados moralmente.

Mis intereses no son más importantes que los de los hosteleros ni mis hijos son más importantes que los suyos

Un mártir lo es libremente. A San Sebastián no lo puso en la columna un ministro de Sanidad, sino su fe. Lo contrario ya no es un mártir, sino un chivo expiatorio a través de cuya muerte se purifica a todo Israel y demás monsergas. La realidad es que mis intereses no son más importantes que los de los hosteleros ni mis hijos son más importantes que los suyos. Y el hambre es el hambre y el frío, el frío.

¿Veremos este movimiento aterrizar en España? Apuesto que sí, y no tardando. No porque me guste, sino porque no les va a quedar otra si quieren comer sin robar en supermercados. Si todos los bares y restaurantes se ponen de acuerdo, no hay policía ni juzgado capaz de hacer nada.

Estos, al menos, no tiran adoquines ni queman Vía Layetana. Y si lo hicieran, Pedro Sánchez les sentaría en una mesa bilateral con relator y les haría socios de gobierno. Y después de unos meses nos intentarían hacer pensar que no pasa nada, que sólo ha sucedido en nuestra imaginación, que todo era una broma y que lo de ho tornarem a fer era un poema erótico. 

Así que tengo una idea. Si lo que quieren es enfrentarse al Estado de modo impune, el truco es inventarse un referéndum y poner una urna en cada bar. Lo más probable es que no pase nada y, si pasa, que los indulten.

En eso se parecen Pedro Sánchez y Donald Trump, en que van a indultar hasta a Avispado. En cuanto a la pregunta del referéndum, propongo aprovechar para lo de la cebolla en la tortilla. Tort-Illa. Qué paradoja.

*** José F. Peláez es columnista, publicista y consultor de marketing