Soy muy aficionada a los nacimientos, afición heredada de mi madre. Por eso, durante mi primera Navidad como eurodiputada busqué con curiosidad el Belén del Parlamento Europeo. Me preguntaba si sería napolitano, murciano o tal vez de Triana.

Entre los infinitos pasillos y espacios comunes del Parlamento nunca encontraba el Nacimiento y, por ello, extrañada, pregunté a la presidencia de la institución por la causa de esta ausencia. Dado que la respuesta fue “el Parlamento Europeo no dispone de ningún Belén”, la solución era fácil para mí: regalarles uno, eso sí, del Puerto de Santa María.

Tras meses de insistentes correos y llamadas a la oficina de la presidencia y, posteriormente, a los cuestores de la Cámara (órgano responsable del funcionamiento de los espacios y edificios del Parlamento), finalmente se me comunicó que el verdadero problema residía en el temor del Parlamento a que alguien pudiera resultar ofendido. Mi sorpresa fue inmediata. ¿A quién le puede resultar ofensiva la representación de un capítulo transcendental de nuestra historia? O, si lo prefieren, ¿a quién le resulta ofensiva una exposición cultural con ocho siglos de historia?

Para que algo nos pueda ofender lo primero que debemos hacer es entenderlo, conocer la ofensa y posteriormente denunciarla. Si nos detenemos a analizar lo que representa la exposición del nacimiento, podremos comprobar con bastante rapidez que lo que ahí se escenifica puede parecernos cualquier cosa menos ofensiva. ¿Qué buscan entonces aquellos que dicen poder sentirse ofendidos por un Belén en Navidad? Buscan, precisamente, alterar el relato histórico, privarnos de la opción de conocer nuestras raíces.

Esa eliminación de nuestra historia es la que pretenden nuevas religiones, disfrazadas de ideologías, que buscan convertir sus principios en dogmas de fe. Intentar borrar toda huella del cristianismo de nuestra historia o de nuestra cultura es, sin duda, uno de los objetivos de los movimientos totalitarios de izquierda. Buscan difuminar nuestra identidad para así poder imponer con mayor facilidad su ideología. Por eso, en esta lucha contra el legado histórico de Europa, en esta lucha por borrar nuestras raíces, en Navidad el objetivo a batir es el Belén.

¿Debemos renunciar a 20 siglos de historia por ser cristiana? ¿Y qué hacemos con nuestro patrimonio artístico-cultural?

La tradición de los nacimientos nace en Europa y esta tradición se ha ido extendiendo por distintas partes del mundo dando forma a un riquísimo patrimonio artístico. Los nacimientos, en especial los populares españoles, suelen estar poblados de escenas cotidianas que se entremezclan con toda naturalidad con los pasajes del Evangelio de Mateo.

No es extraño encontrarnos al viejo comiendo migas mientras escucha impasible a su esposa regañarle con los brazos en jarra, al comerciante tirando de sus mulas cargadas de artesanías, a borrachos cantando alrededor de una hoguera o al grupo de lavanderas en alegre tertulia a la orilla del río.

Todas estas escenas transcurren en armonía mientras a pocos metros, en un portal, nace la cristiandad. No se me puede ocurrir mejor metáfora de la cotidianidad del cristianismo en nuestras vidas, en nuestras tradiciones, cultura o historia. El nacimiento de este niño, Dios para miles de millones de creyentes en todo el mundo, lo cambia todo y lo impregna todo. Sin duda, si hay algo cotidiano en la vida de los europeos es precisamente la huella del cristianismo.

Nadie discute que no podríamos entender Europa sin la filosofía y la ciencia de los griegos, o sin los conceptos y principios del derecho romano o sin su organización política de la sociedad. ¿Debemos renunciar entonces a veinte siglos de historia europea por ser cristiana? No solo no debemos renunciar a ella sino que debemos trabajar para que las generaciones futuras la conozcan y valoren.

¿Y qué hacemos con nuestro patrimonio artístico-cultural? ¿Cerramos todos nuestros museos y suprimimos nuestras exposiciones culturales por el elevado porcentaje de obras de temática cristiana? ¿Derruimos iglesias y catedrales? Tal vez lo que pretenden algunos es que privemos a las generaciones futuras del conocimiento que les permita contemplar con espíritu crítico las obras de Velázquez, el Greco, el Bosco o Fray Angélico entre otros.

¿Qué hacer con nuestra literatura o la filosofía? ¿Quemamos en la hoguera todos los libros filosóficos por incluir la doctrina cristiana? ¿Quemamos también nuestra poesía, nuestras tragedias o nuestros textos teatrales por recoger la moral cristiana o por ser simplemente compuestas por creyentes? ¿Qué hacer con la música clásica?

La separación entre Iglesia y Estado está asentada en nuestras democracias. Pero separación no significa eliminación

Mientras me hacía estas preguntas vino a mi memoria la historia del socialista y ateo francés, Jean Jaurés, y aquella carta en la que le negaba a su hijo la autorización para abandonar las clases de religión recordándole que “la religión está íntimamente unida a todas las manifestaciones de la inteligencia humana, es la base de la civilización y es ponerse fuera del mundo intelectual y condenarse a una manifiesta inferioridad el no querer conocer una ciencia que han estudiado y poseen en nuestros días tantas inteligencias preclaras".

Verdaderamente, ignorar nuestro legado histórico sería un grave error que sin duda nos llevaría al absurdo y nos condenaría a la ignorancia. Por eso debemos confrontar a aquellos que dicen sentirse ofendidos manifestando que la ofensa reside, precisamente, en este empeño de querer cambiar o manipular la historia.

Borrar la huella cristina de Europa pretende, además, dinamitar los cimientos del pensamiento humanista. Dinamitar la base filosófica que pone al individuo, a la persona, como centro de cualquier pensamiento o ideología. Y es precisamente sobre la base del humanismo cristiano sobre la que los padres fundadores construyeron el proyecto europeo.

Ignorar lo que ha supuesto el cristianismo en la construcción europea es una ceguera intelectual que no nos podemos permitir. Todo lo contrario, nos toca reivindicar con vehemencia y convicción nuestra identidad europea de raíz cristiana frente a las amenazas de aquellos que quieren dinamitar el proyecto europeo: los enemigos de la libertad.

La separación entre Iglesia y Estado está sólidamente asentada en nuestras democracias liberales y perfectamente definida en nuestras constituciones. Pero separación no significa eliminación, sustitución, supresión o aniquilación. No olvidemos: “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Y recordemos también aquí las palabras de san Juan Pablo II: “reconocer un hecho histórico innegable no significa en absoluto ignorar la exigencia moderna de una justa condición laica de los Estados y, por tanto, de Europa”.

No debemos caer en la trampa de la ofensa. No hay ofensa posible en recordar que en Navidad celebramos el nacimiento de la cristiandad. Superemos nuestros miedos, abandonemos nuestras comodidades y defendamos con orgullo y rigor nuestra historia y nuestras tradiciones, que son las que explican nuestro presente y sobre las que construiremos nuestro futuro.

*** Isabel Benjumea es eurodiputada del Partido Popular.