Este 10 de noviembre, Día de la Memoria instituido inicialmente en homenaje a las víctimas del terrorismo etarra, se ha celebrado con la ausencia de éstas y de los partidos constitucionalistas, y con la presencia de Bildu. Y con el lendakari Urkullu subrayando, como mensaje central de su discurso, que “hubo otros terrorismos y vulneraciones de derechos humanos que se produjeron al amparo de estamentos del Estado”.

La alusión de Urkullu a que “somos y queremos ser un país con memoria” ha hecho inevitable para muchos recordar Patria, la gran novela de Fernando Aramburu, recientemente adaptada a la televisión por HBO.

Ha pasado ya algún tiempo desde su lectura y la memoria puede fallar pero, hablando de indignidades, lo primero que viene a la mente es la caricatura de la Guardia Civil que se perpetra en la serie de HBO, presentándola como una caterva de nostálgicos franquistas hiperventilados con un irreprimible instinto torturador.

Por tanto, es cierto que no parece que el rasgo que más caracterice a esta adaptación sea el de una exquisita fidelidad al texto original, pero, en todo caso, al margen de los daños colaterales causados por la equidistancia, ya sea ésta hija de una sincera putrefacción moral o de una cínica promoción publicitaria (o, incluso, de un pretendido afán salomónico, adolescente y analfabeto), la fidelidad a la novela de Fernando Aramburu sobrevive en lo sustancial: el retrato de la quiebra en dos pedazos de la sociedad vasca, expresado a través de dos amigas situadas de repente a uno y otro lado del abismo, y la propuesta de su gestión (que no de su solución) planteada por el autor: el abrazo silencioso entre Bittori, mujer del asesinado, y Miren, madre del asesino, que pone fin a la novela y a la serie.

“ETA ha decidido el cese definitivo de su actividad armada”. El 20 de octubre de 2011, ETA anunció el fin de su carnicería con esta gran mentira, porque no fue ETA la que decidió, sino la Guardia Civil y la Policía Nacional las que decidieron por ella, descabezándola una y otra vez, secando sus fuentes de financiación y desarmándola con la incautación de la práctica totalidad de sus depósitos de explosivos y armas.

El resultado de la normalización de los terroristas es una paz podrida, construida sobre la adulteración del pasado

Pero hoy ya sabemos que su desaparición tan sólo se limitaría a la crónica negra: ETA decidió seguir existiendo en la crónica política. Y lo consiguió porque ni el Gobierno de Zapatero ni el PNV, reconvertidos en siniestros albaceas de la banda, pretendieron jamás sellar su final con el necesario relato deslegitimador de su discurso totalitario, criminal y supremacista.

Ni ETA pidió perdón ni el Estado se lo exigió. El inefable gurú de Sánchez y sus padrinos nacionalistas no intentaron construir el más mínimo discurso deslegitimador de la violencia terrorista sino que, antes al contrario, reemplazaron todo propósito pedagógico de catarsis democrática por la treta más infame y eficaz: la invisibilización de las víctimas de ETA mediante la suma de las víctimas del GAL y de la represión franquista. Un empate de sangre que al sumar monstruos tan distintos permite excusarse de no tomar conciencia individualizada de cada uno ellos y, por tanto, proporciona la coartada perfecta para evitarle al Poder el reconocimiento nítido y singularizado de las víctimas de ETA.

Se trataba, en definitiva, de permitirle a ETA seguir haciendo política a través de la marca blanca de turno, como si sus víctimas jamás hubiesen existido.

El resultado de esta normalización de los terroristas a través del olvido de sus víctimas es el sabido: una paz podrida, construida sobre la adulteración del pasado, sustituyendo la individualización y la denuncia por una sofisticada abstracción política del mal; y la legitimación y el imparable crecimiento electoral de los herederos políticos de esa barbarie, hasta lograr convertirlos en socios del Gobierno de la misma España que durante cuarenta años sus jefes desangraron.

La alternativa que plantea Aramburu a esta infamia de la atenuación de la responsabilidad por la vía del estiramiento in aeternum de la estadística del dolor es la reconciliación, pero una reconciliación sincera y real que parta de la distinción -exigida y asumida- entre asesinos y víctimas, porque sin ella no será posible contar en el País Vasco con ningún espacio moral habitable que permita construir un futuro común en justicia y libertad. En definitiva, los victimarios, a ser conscientes de su responsabilidad, a asumirla y a pedir perdón; y las víctimas, a concederlo.

Un crimen es, también, una violación de la dignidad de los familiares y amigos que quedaron

Arrepentimiento, perdón y reconciliación. El arrepentimiento y el perdón de Joxe Mari, cómplice del asesinato del Txato, y la reconciliación contenida en el abrazo de Bittori, su viuda, y Miren, la madre del terrorista, son las tres etapas del camino que predica Patria para lograr la sanación de la sociedad vasca. Virtud sanadora del perdón en cuyo éxito confía tanto el autor que la llega a expresar con la metáfora de la propia rehabilitación de Arantxa, la hermana de Joxe Mari, inmovilizada en una silla de ruedas por causa de un ictus.

El problema es que Aramburu plantea y resuelve este proceso terapéutico en la estricta esfera íntima de sus protagonistas. Joxe Mari pide perdón, pero no lo hace públicamente, sino protegido por la confidencialidad de una carta privada cuya destinataria se ha comprometido a respetar. Y su madre abraza a la viuda de la víctima de su hijo, pero sin palabra alguna.

Sin explicación ni publicidad no cabe la ejemplaridad, y sin ésta no hay emulación posible. En su consecuencia, el poder transformador de sus actos es socialmente nulo.

Otra cosa es que la intención del autor nunca haya sido esa. Que el poder transformador que ofrece Aramburu resida en el propio texto literario, en la fuerza de un relato que combata al oficial, reivindicando frente a la ingeniería propagandística del totalitarismo nacionalista el recuerdo de lo que realmente ocurrió en el País Vasco.

Siendo así, bienvenida sea Patria… teniendo presente siempre que un crimen es, también, una violación de la dignidad de los familiares y amigos que quedaron, y que se vieron condenados a vivir en una noche prolongada y fría de soledad, miedo y desamparo. Y que esta humillación, la humillación de una víctima, sólo se repara con justicia.

*** Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.