Voy a defender la polémica tesis de que, en la España de hoy, apostar por una política de moderación es un error, así que empezaré encomendándome a un santo patrón del progresismo.

En uno de sus últimos trabajos, Norberto Bobbio exploró la posibilidad de lo intolerable. Lo intolerable era aquello sobre lo que no cabía transigir y contra lo que había que reaccionar radicalmente. Para el filósofo de la democracia la propia tolerancia se convierte en un valor negativo cuando "se opone a la firmeza de los principios, es decir, a la justa o debida exclusión de todo aquello que puede acarrear daño al individuo o a la sociedad".

En la práctica, esta tolerancia indiferente, abstracta y acrítica está tan alejada de la tolerancia positiva como lo está el fanatismo intolerante. Simétricamente, Bobbio recordó la existencia de un lado bueno de la intolerancia: "Intolerancia en sentido positivo es sinónimo de severidad, rigor, firmeza, de todas las cualidades que entran en la categoría de la virtud; tolerancia en sentido negativo, en cambio, es sinónimo de indulgencia culpable, de condescendencia con el mal, con el error, por pérdida de principios".

El recuerdo de estas palabras de Bobbio lo ha provocado la audición de las declaraciones de un cura vasco que se han hecho virales. Esa intervención forma parte de un documental más amplio elaborado por el indispensable director Iñaki Arteta titulado Bajo el silencio, estrenado este lunes, Día de los difuntos.

Antes de seguir, les propongo una cosa: escuchen el audio. Si las náuseas no se lo han impedido, habrán podido oír durante un descenso a los infiernos de siete minutos la voz de un cura vasco, actual párroco de Lemoa, en Vizcaya, explayándose en explicaciones para justificar los crímenes de ETA. El hombre de Dios habla con el corazón en la mano y se muestra riguroso con las víctimas, a las que culpa de su propia muerte, pero conmovedoramente tolerante con los asesinos, con los que empatiza hasta la comunión espiritual y hasta la predisposición a la colaboración física.

Confieso que a mí me sería imposible entenderme con este cura. Y me siento estafado cuando se me asegura que el diálogo es la única vía para resolver los conflictos. Pienso, más bien, que la fe ciega en el diálogo es un tipo particular de superstición. Un fetiche.

La desintegración territorial y la ruina económica solo admiten una enmienda: la enmienda a la totalidad

¿Contra la moderación y ahora también contra el diálogo? Lo dicho es tan grave que quizá no baste con la protección de Bobbio. Así que me apoyaré también en Isaiah Berlin y en esa incompatibilidad esencial de los ideales humanos que tan lúcidamente expuso en varias de sus obras. Ese pluralismo de Berlin, de raigambre romántica y no ilustrada, contra lo que suele creerse, contenía una paradoja en su seno. Una paradoja semejante a la que contenía la filosofía de Kant, el filósofo que culminó el siglo consagrado a la Diosa Razón demostrando precisamente los límites de las luces.

Porque, en efecto, el pluralismo de Berlin, su constatación de que existen ideas del bien irreductibles, no es otra cosa que un reconocimiento de los límites del diálogo. Es, en realidad, una invitación a abandonar el voluntarismo de quien persevera en convencer, cuando el más elemental sentido de la realidad le avisa de que tal empeño es imposible.

A veces, sencillamente, hay que arrojar la toalla: hay personas a las que jamás convenceremos porque sus ideas del bien, su código moral acerca de lo que es o no es correcto, sus emociones y sentimientos —y, por supuesto, también, el entramado de sus intereses— no pueden conciliarse con los nuestros, es decir, son irreductibles, son radicalmente incompatibles. Lo que mandan entonces las buenas maneras y el sentido común es vivir y dejar vivir.

¿Qué sucede, no obstante, cuando esas ideas del bien inconciliables con la nuestra ganan posiciones hasta poner en jaque nuestros ideales, nuestras emociones y nuestros intereses? En tales casos, la renuncia a convencer debe ir acompañada de la más firme decisión de vencer.

Fijémonos en la situación de España. Existen millones de personas que apoyan a los partidos de Gobierno, que por ello gobiernan legítimamente el país. Existen otros millones de personas que piensan que la acción de Gobierno es mejorable, por lo que desearían cierto cambio de rumbo para enderezar la nave, reemplazar algún miembro de la tripulación y calafatear el casco para disimular las vías de agua ante Europa. Y existen millones de personas que entienden que este Gobierno, su teoría y su práctica, sus ideologías y sus políticas, ha traído la ruina a España y sigue socavando sus cimientos con tal tesón que es cuestión de poco tiempo que la arruine por completo.

Me cuento entre estos últimos. Para quienes pensamos así, la respuesta moderada no es una opción. La idea del bien que defiende el Gobierno es inconciliable con la nuestra. No se trata de transigir para llegar a acuerdos: la suma de asombrosa incompetencia y de corrosiva ideologización del conglomerado de partidos que sostienen el sanchismo hace imposible negociar para enmendar, porque las políticas que nos están llevando a la desintegración territorial, a la deconstrucción cultural y a la ruina económica solo admiten una enmienda: la enmienda a la totalidad.

¿Cómo no poner pie en pared ante el atropello al que los nacionalistas someten a quienes no lo son?

Entramos en el terreno de juego de la intolerancia positiva; un espacio donde hasta los términos "reaccionario" e "intransigente" pueden perder su connotación negativa.

¿Cómo no reaccionar ante la continua agresión de los estólidos empoderados, ante su ignorancia y su fariseísmo, ante la indecencia con la que engañan, ante sus credos tóxicos, ante su pulsión liberticida, ante su falta de respeto a los valores occidentales, incluidos los que sostienen el Estado de Derecho? ¿Cómo no ser intransigente? ¿Cómo no poner pie en pared ante el atropello al que los nacionalistas someten a quienes no son o no piensan o no sienten como ellos?

Insisto: no hay nada que negociar con unos ni con otros. No va más, en sus exigencias. Lo que es urgente ya es ir a menos, a mucho menos. Y aquí es donde la moderación revela todas sus carencias.

Pensemos, por ejemplo, en el mundo de la educación, un mundo devastado por la segmentación en diecisiete compartimentos estancos del espacio educativo nacional y más aún por la filosofía que alienta todo el sistema (basta echar un vistazo al excelente ensayo La transformación de la mente moderna, de Haidt y Lukianoff, para percatarse de que la Ley Celáa parece una caricatura de todo lo que no hay que hacer).

Pues bien, si aquel PP con mayoría absoluta que mantuvo la mayor parte de las políticas de Zapatero y se tragó dos referendos inconstitucionales en Cataluña, si aquel PP, digo, supuestamente radical cuanto alcanzó a hacer en Educación fue alumbrar el patético conjunto de parches llamado Ley Wert y más tarde colocar a un transigente perfectamente prescindible e inane, como fue Méndez de Vigo, ¿qué respuesta cabe esperar (la interrogación es retórica) a la Ley Celáa de un nuevo PP moderado, con un Feijóo como barón indiscutido y sin una Cayetana, rápidamente purgada tras haber demostrado ser la única persona creíble para orientar la política hacia un auténtico cambio de sentido?

Porque esa es la clave: mientras lo que se necesita es un auténtico y decidido cambio de sentido, lo que puede ofrecer un PP moderado es moderar la velocidad con la que avanzamos hacia el desastre.

La intransigencia, la reacción y el radicalismo pueden ser positivos o negativos según cómo se concreten

Desearía estar equivocado, lo digo sinceramente, pero no me parece verosímil esperar que de la intersección entre el sanchismo y el nuevo PP pueda salir algo más que un acuerdo de mínimos fraguado para garantizar que los partidos del bipartidismo puedan seguir repartiéndose las colocaciones con cargo al erario público.

Por eso me resultó tan sorprendente el entusiasmo con el que fue recibido el discurso de Casado en la moción de censura. De repente, eso tan inverosímil pasó a parecerle a muchos verosímil e inminente. Columnistas a los que uno suele leer con admiración —y con plena atención para aprender de ellos—, reventaron con algarabía la coraza de su habitual escepticismo para proclamar con el más vehemente de los entusiasmos, y sin renunciar siquiera a la cursilería, el nacimiento de un nuevo líder, Casado, y la llegada de una nueva era, la de la Concordia Moderada y Centrista.

Los problemas radicales de España, por el contrario, necesitan soluciones radicales. El fiel de la balanza está tan desequilibrado que corregirlo moderadamente no resuelve nada. La polarización no es el invento de un Genio del Mal, sino la respuesta necesaria a la extrema polaridad que nos gobierna.

Siendo así las cosas, lo que tendrían que hacer quienes reclaman una oposición a los embates iliberales del Gobierno, y me dirijo especialmente a los intelectuales y líderes de opinión, no es combatir el radicalismo, sino preocuparse en encauzar y modelar el tipo de respuesta radical que debe cuajar en España.

Porque como vimos con Bobbio, la intransigencia, la reacción y el radicalismo pueden ser positivos o negativos según cómo se concreten. El fascismo, por ejemplo, nació como una reacción al comunismo, pero lo hizo sin abandonar la violencia comunista y moviéndose en su mismo terreno totalitario.

La historia, sin embargo, tiene otros ejemplos. Churchill, por fortuna, no fue nada moderado. Fue reaccionario, intransigente y radical contra la agresión. Tampoco fue moderado Lincoln. Salvaron sus países porque conocían bien los límites de la moderación.

*** Pedro Gómez Carrizo es editor.