Con independencia de quién se lleve el soul of America a la Casa Blanca, en las próximas elecciones estadounidenses confluyen dos importantes cuestiones. Una de ellas refleja una tendencia aparentemente insoslayable que viene desarrollándose desde el inicio del milenio y que, conforme pasa el tiempo, se va imponiendo. La otra es una mera convención, perfectamente evitable.

La dialéctica identidad vs. universalidad que reflejan las dos cosmovisiones que están dividiendo a Occidente mucho más que cualquier otro patrón, tiene en EEUU un marco territorial de una exactitud sorprendente.

Desde hacía décadas, las opciones políticas no venían marcadas, como a veces se dice, por la línea divisoria entre el mundo rural y el urbano. Durante toda la segunda mitad del siglo XX el mundo rural, que se había reconvertido progresivamente a la industrialización debido a la explosión tecnológica de la agricultura, osciló electoralmente en función de los resultados que cosechaba la política industrial en los distintos condados que inundan la Unión. La verdadera frontera electoral se encontraba entre la ciudad y los suburbios, en donde vive el 60% de la población norteamericana, en los que los Demócratas y los Republicanos se repartían los éxitos respectivamente. Esto, en muy buena medida, ha dejado de ser así.

Con la consolidación de la deslocalización industrial a comienzos del milenio y la gran recesión de 2008, los patrones electorales cambiaron, debido a que las zonas rurales eran mucho más dependientes de la industria que las urbanas, rebosantes de servicios, burocracia pública y estructuras financieras. La inmigración generó también una reacción de naturaleza cultural en las personas que perdían empleos o que veían que sus ingresos disminuían. La novedad radica en que el anillo exterior de los suburbios urbanos sufrió las mismas consecuencias, pero no así su inner ring, o zona más próxima a la ciudad.

Lo que los politólogos estadounidenses nos indican es que, en pocos años, la densidad de población y el índice de proliferación urbana se han convertido en la verdadera frontera electoral. Cuanto más poblada y más urbanizada es una población, más azul es el voto y cuanto más se aleja del centro y más dispersado es el urbanismo (sprawl), más republicano se vuelve. Esto ocurre en toda la nación, ya sea Massachusetts o Luisiana. Es decir, los circuitos por donde discurren los efectos de la globalización están perfilando con precisión la sociología electoral norteamericana.

Que cinco candidatos lograsen la presidencia con menos votos que sus oponentes es una anomalía democrática

Existen, además, otras dos cuestiones relevantes. Los Estados no tienen una misma proporción de zonas urbanas y rurales, de lo que resulta fácil deducir que aquellos con un índice de urbanización mayor arrojan mayorías demócratas y los que tienen menos votan republicano. Por otro lado, las zonas urbanas y rurales evolucionan dentro de cada Estado.

Por eso la lucha electoral se está dando en los swing states (o Estados péndulo) en los que el peso de la urbanización o ruralización no está claramente decantado y cuya preferencia electoral, por lo tanto, oscila a lo largo del tiempo. Lo verdaderamente significativo es que los swing states que han experimentado, según las encuestas, este cambio, lo han hecho, precisamente, en las áreas periféricas.

Hay muchos factores que influyen en el voto de los ciudadanos y estos no pueden analizarse por separado porque todos se retroalimentan. Pero puede decirse que hoy el factor ubicación es el más dominante electoralmente. De ahí que también resulte fácil inferir que los esfuerzos de las campañas electorales están determinados por esta gran cuestión, que no puede separase de la siguiente: el sistema electoral americano.

Salvo en Nebraska y en Maine, el sistema de elección del presidente de la república es un sistema indirecto, basado en el colegio electoral y que en España llamamos circunscripciones. De los 538 existentes en toda la nación, cada Estado tiene adjudicados unos delegados que envía a Washington con los resultados electorales. La particularidad es que los delegados, debido al sistema mayoritario, son todos del partido que ha ganado las elecciones en el Estado, ya sea por una diferencia de dos millones de votos o de solo 327, como ocurrió en Florida el año 2000 cuando Al Gore perdió la contienda.

Esta peculiaridad del sistema estadounidense, que ha provocado que desde sus inicios cinco candidatos lograsen la presidencia con menos votos que sus oponentes, es, por sí misma, una anomalía democrática. Pero ahora ha adquirido una relevancia capital porque, como acabamos de ver, el resultado final de las elecciones lo dilucidan los territorios, único factor determinante que no está calibrado electoralmente de una manera equitativa.

Debido a la descompensación existente entre la población de los colegios electorales y su distinto peso en el cómputo nacional de los 538 delegados, los Estados menos poblados y con mayor voto rural tienen una considerable ventaja de partida. Nate Silver, el conocido editor del digital FiveThirtyEight mantiene que Joe Biden, a quien apoya el mundo urbano, tiene que ganar por un margen de más del 4% del total de votos emitidos para estar al 80% seguro de que obtendrá la presidencia.

En los 10 o 12 Estados que a veces votan Demócrata y a veces Republicano se concentra el 95% de las inversiones

Existen discrepancias en cuanto a si la Constitución estadounidense recoge en su seno el colegio electoral. Jesse Wegman, experto en la materia, argumenta que el colegio electoral es un mito constitucional que en términos prácticos impusieron los Estados esclavistas y al que algunos de los padres fundadores, como Madison, se negaron.

En mi opinión, la Constitución no hace una mención explícita, aunque sí implícita. Pero el problema fundamental, desde el punto de vista teórico, no lo genera la sobrerrepresentación de los Estados pequeños, sino el sistema mayoritario, allí llamado winner-takes-all, de su elección.

Cuando todos los delegados de un Estado se convierten en Demócratas o Republicanos, aunque solo haya habido un voto de diferencia entre los dos partidos, los Estados que se consideran ideológicamente fieles dejan de tener importancia a nivel electoral porque se dan por ganados o perdidos desde el inicio y la estrategia de campaña, incluidas las promesas electorales, no acaba focalizándose allí.

Los verdaderos beneficiados de este sistema injusto son los diez o doce Estados péndulo que a veces votan a los Demócratas y a veces a los Republicanos. Ellos decantan la balanza y allí se concentra el 95% de las campañas y de las inversiones. Existen treinta y siete Estados en donde nunca se celebran actos electorales.

Si el voto libre e igual es una máxima democrática que debería considerarse de obligado cumplimiento en todos los sistemas electorales, en un sistema presidencialista lo es todavía más. La presidencia es allí el único cargo público que tiene la obligación moral y política de representar a todos los habitantes, sin importar el lugar en donde habitan, y por esa razón, quien ostente ese cargo ha debido ser elegido por la única convención legítima que permite el gobierno del pueblo: la mayoría del mismo.

Quizá convenga hacer una reflexión acerca de cómo los sistemas electorales pueden afectar a una sociedad cada día más heterogénea y alterar sus resultados. España no es ajena a ello.

*** Lorenzo Abadía es analista y consultor político.