Las exclusivas que viene publicando EL ESPAÑOL, con la reproducción de las declaraciones efectuadas ante la Fiscalía suiza por Dante Canonica, entonces abogado de Juan Carlos I en aquel país, y de Arturo Fasana, la persona que gestionó parte de su fortuna en el extranjero, abren nuevamente el debate jurídico y político respecto a la cuestión de ¿hasta dónde alcanza la inviolabilidad del Rey Emérito?

La Constitución, en su artículo 56.3, establece que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65,2”. Haciendo referencia esta excepción al único acto ejecutivo de carácter administrativo que puede realizar el monarca sin el refrendo o la autorización del Gobierno: nombrar y cesar libremente a los miembros civiles y militares de su Casa.

Interpretando en el sentido exacto de sus términos, y teniendo en cuenta la explicación que se realiza en relación al carácter de esta “irresponsabilidad” en el punto y seguido del anterior precepto constitucional (actos refrendados por el Gobierno o, en su caso, por el presidente del Congreso –art. 64-), queda claro que la “impunidad” del monarca en nuestro marco constitucional sólo se puede entender de manera relativa o limitada.

Esto es, la inviolabilidad de un monarca (ya fuera titular antes o lo sea emérito ahora) está limitada exclusivamente al ejercicio de sus funciones como jefe de Estado. Estas actuaciones, en una monarquía parlamentaria, son siempre refrendadas por un órgano del Gobierno que es quien asume la responsabilidad del acto regio. Bajo esta exégesis, la inviolabilidad del rey nunca alcanzaría a sus actos privados o particulares que, como tales, nunca son refrendados y, por lo tanto, estarían siempre sometidos al derecho privado o público.

La pelota respecto a la posible responsabilidad penal del padre de Felipe VI vuelve ahora al tejado del Supremo

La anterior, una irresponsabilidad limitada y ceñida a los actos políticos refrendados por el Gobierno, es la interpretación que defiende la mayoría de la doctrina constitucional en nuestro país, siendo minoritaria la argumentación realizada por aquellos que consideran que la exoneración de la responsabilidad jurídica del monarca debe ser plena o absoluta, sea cual fuera la naturaleza de los actos cometidos por él durante sus años al frente de la jefatura del Estado.

Esta posición (impunidad total), además de chocar frontalmente con los principios defendidos por el actual rey, Felipe VI (en su discurso de coronación se comprometió ante toda la nación a conseguir una Monarquía ejemplar mediante una conducta íntegra, honesta y transparente de todos sus miembros) situaría la figura del monarca como un tótem político y personal incuestionable, como algo sagrado, por encima de la ley y al margen del control de los tribunales. Una configuración política y jurídica que no encaja, desde ningún punto de vista, en un Estado definido como democrático.

La “inviolabilidad” parcial o relativa de la Jefatura del Estado es, además, la interpretación adoptada ya por el Tribunal Supremo. Con ocasión de la no admisión de una demanda de filiación contra Juan Carlos I (presentada por el ciudadano español Alberto Solá) al carecer de un “principio de prueba” que justificase la apertura de dicho procedimiento, el Supremo, mediante un Auto de 28 de enero de 2015, consideró que ni la Constitución ni la Ley Orgánica 4/2014 (donde se estable el nuevo estatus de aforamiento del rey emérito) impiden el ejercicio de acciones civiles contra el monarca abdicado.

Sería absurdo y contradictorio establecer que una persona, por muy monarca que haya sido, tiene que responder civilmente y no tenga que hacerlo también penalmente de todos aquellos actos que nada hayan tenido que ver con sus funciones constitucionales.

La pelota respecto a la posible responsabilidad penal del padre de Felipe VI vuelve ahora al tejado del Alto Tribunal. La presunta comisión de gravísimos delitos por parte de ciudadanos españoles y sus cómplices en el extranjero debe ser investigada hasta sus últimas consecuencias por la Justicia. Unos hechos que, de demostrarse, supondrían penas durísimas de cárcel para cualquier ciudadano español sometido a juicio, no pueden enterrarse bajo una torticera interpretación de la “inviolabilidad” real.

Un cierre en falso de este escándalo llevaría a la pérdida absoluta de confianza en nuestro sistema

Se están investigando presuntos actos criminales perfectamente tipificados en nuestro Código Penal bajo los epígrafes de “Cohecho en actividades económicas internacionales”, “Blanqueo de capitales” y “Fraude a la Hacienda Pública”. La no determinación de culpables supondría incluso impedir lo mínimo que exige la ciudadanía en este caso: que se pague la multa correspondiente por haber ocultado a Hacienda el ingreso patrimonial de millonarias cantidades de dinero.



Incluso en el caso, ya escandaloso, de que únicamente se investigasen los presuntos delitos cometidos a partir del 18 de junio de 2014, momento en que tuvo lugar la abdicación de Juan Carlos I, el Tribunal Supremo tendría mucho que aclarar en relación a toda la maraña de fundaciones, cuentas opacas y testaferros que ha venido utilizando Juan Carlos de Borbón durante los últimos años.

Hay que recordar que el delito de blanqueo de capitales se comete cada vez que se hace disposición o movimiento de un dinero obtenido ilícitamente; mientras que el delito contra la Hacienda Pública tiene lugar al ocultar el incremento de renta obtenido en cada ejercicio fiscal. El comunicado de la Casa Real del pasado 15 de marzo donde Felipe VI anunciaba la renuncia futura a la herencia de su padre y le retiraba su asignación oficial (con el refrendo añadido y enterado de su progenitor) supone una acusación de parte y confesión de autor de toda una serie de sinvergonzonerías.

Dado que ni el Gobierno socialcomunista de Pedro Sánchez, ni la oposición del Partido Popular, Vox y Ciudadanos han querido investigar la corrupción de la Monarquía en el Parlamento amparándose en los argumentos nada sólidos de los letrados de la Cámara, únicamente queda confiar en la independencia y sometimiento a la Ley del Tribunal Supremo. Un cierre en falso de este escándalo supondría mucho más que cualquier otro tropiezo anterior acontecido en nuestro Estado de Derecho. Sería la pérdida absoluta de la confianza en el conjunto de nuestro sistema.

*** Javier Castro-Villacañas es abogado y periodista. Autor del libro 'El fracaso de la monarquía' (Planeta, 2013).