La pandemia ha llegado y nos ha pillado con los pantalones bajados. Científicos y otros expertos tendrán que decir cuál ha sido su origen y cuál debe ser su mejor tratamiento sanitario y fabricar cuanto antes una vacuna efectiva. Necesitaremos también un plan de ayudas y estímulos para reconstruir el tejido económico y social.

Pero existe otra dimensión que no puede quedar oculta. El coronavirus ha afectado de manera especial a España y Occidente, poniendo a prueba los resortes de nuestra capacidad de respuesta, tanto a nivel individual como colectivo, público y privado, revelando que el gigante tenía los pies de barro. Y no será por falta de advertencias recientes y añejas.

Como el cuento de Pedro y el lobo, nos habían avisado reiteradamente que una de las principales amenazas para nuestra supervivencia podía ser una epidemia (ébola, MERS, SARS, gripe aviar…). Históricamente, no sólo la peste negra o la gripe de 1918, sino la propia peste ateniense que, según nos cuenta Tucídides, puso en jaque todas las virtudes que había descrito Pericles en su célebre Discurso fúnebre.

Reconozcámoslo, el toro nos ha cogido distraídos, sin planes de contingencia probados, sin ensayos, sin investigación suficiente sobre estos asuntos, aturdidos con otras cosas. ¿No habría pasado algo semejante ante un crack bursátil más profundo de lo habitual, una bancarrota nacional, un desastre ecológico de grandes dimensiones, un conflicto armado internacional u otro desafío semejante? Porque en cuestión de crisis, el tamaño importa y el “arte de gobernar” debe ocuparse no sólo de no crear problemas nuevos y resolver los existentes, sino también de prevenir amenazas y prepararse para afrontarlas aunque nunca ocurran.

El problema es que alertar de los riesgos no gana elecciones. Por el contrario, si te cuelgan la etiqueta de agorero puedes darte (política o socialmente) por muerto. Hay que vivir el presente o como mucho pensar en el corto plazo, prepararse para lo que nos pueda deparar el futuro no está de moda (“ya se verá cuando llegue”), y es aquí donde aparece el virus cultural.

Barbara Ehrenreich (Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo) ya planteó que la crisis de las subprime (2007) estuvo relacionada con la moda que logró que muchas empresas (y gobiernos) decidieran contratar a gurús del pensamiento positivo, aparcando los métodos tradicionales de la estrategia racional o los mapas de riesgos.

Se ha legitimado la figura del halagador entusiasta: al que no daba buenas noticias se le arrinconaba

Las cúpulas directivas se llenaron de visionarios refractarios a cualquier análisis de posibles fracasos. Se legitimó la figura del halagador entusiasta, mientras al que no daba buenas noticias se le arrinconaba como agorero peligroso, una versión postmoderna del Mundo feliz de A. Huxley. Sonríe o date por perdido.

En el ámbito de la política, parece que sólo se puede hablar de posibles amenazas si se puede encontrar un culpable que no pertenezca a nuestras filas. A falta de concretar el origen de esta epidemia, el problema de los virus es que no puede achacarse su responsabilidad a la oposición, al pasado o al capitalismo, por lo que su combate queda fuera de los programas electorales.

De hecho, las capacidades necesarias para ganar elecciones y para gobernar son diversas y bien pudiera ser que el tipo de expertos que rodean a los políticos en una y otra fase no debieran ser los mismos; como un juez que ha llevado la instrucción de un caso no debe ser el que lo juzgue.

En el juego electoral, la demoscopia, la mercadotecnia, la imagen o la propaganda pueden ser útiles para ganar votos; son admisibles las ocurrencias, las improvisaciones, ser reactivo a lo que hace el adversario y hasta, llegado el caso, hacer promesas imposibles y medidas populistas.

Pero gobernar es el “arte de lo posible”, exige capacidades y conocimientos específicos, sólo caben estrategias bien trabajadas, propuestas con contenidos sólidos, previsión, planes de riesgo, trabajar con rigor sobre datos ciertos, ser pro-activos y transparentes, rodearse de los mejores en cada política pública y, llegado el caso, hasta tomar decisiones impopulares. En las elecciones cuentan principalmente las encuestas, para gobernar cuenta sobre todo hacer bien las cuentas.

Pero sería otro error echar toda la culpa de nuestros males a la clase política, como si fueran marcianos que descienden del cielo cada cuatro años para abducirnos. No caigamos en el regalo envenenado que hacía Alexander Jardine cuando afirmaba en 1788 que “los españoles son el mejor tipo de gente bajo el peor tipo de gobierno”.

Ciertamente esta crisis ha revelado que entre nosotros existen muchos héroes anónimos (los “guerreros del Covid”), y no solo los deportistas, que son capaces de dar lo mejor de sí y hacer frente a la adversidad, pero los políticos son hijos e hijas de la misma sociedad y comparten, en proporción, sus mismas virtudes y miserias.

Nos han engañado diciéndonos que la vida es fácil y que la ciencia resolverá mágicamente nuestros problemas

La amenaza ha podido venir en este caso de fuera, pero la respuesta que hemos dado se relaciona con las fortalezas y debilidades que atesoramos. Importa identificar sobre todo estas últimas para poder combatirlas: individuos narcisistas y contradictorios, actitudes ingenuas y livianas (“eso nunca ocurrirá aquí”), pensamiento superficial y ligero, diagnósticos simplistas frente a problemas complejos, huida de la responsabilidad, una moral ambivalente que sirve lo mismo para demandar mejores pensiones para nuestros mayores que para legitimar el dejarlos solos ante el peligro… Y sobre todo, una creciente división en bloques en lugar de más cohesión y solidaridad… ¿qué clase de virus cultural nos aqueja a los españoles que nos impide actuar todos juntos para hacer que España funcione como una locomotora fiable y segura que camine a toda velocidad hacia la consecución de un futuro mejor para todos?

Si a los griegos de Pericles la peste les hizo poner en peligro sus valores, que tenían muy claros, a una sociedad como la nuestra de valores líquidos u oportunistas (“según convenga”), el peligro de acabar en una ética de la supervivencia es incluso más alto. En época de turbación conviene reaccionar con templanza tratando de recuperar el equilibrio.

Entre un optimismo ingenuo y un pesimismo paralizante, apostemos por un realismo que actúe sobre el sentido común y el interés general. Nos han engañado diciéndonos que la vida es fácil y que la ciencia resolverá mágicamente nuestros problemas. Por el contrario, la vida sigue consistiendo, hoy como ayer, en luchar contra nuestros dragones internos y externos.

Mejor preparémonos bien para las batallas que nos aguardan, con resiliencia, ecuanimidad e inteligencia. De lo primero, al menos, iban sobrados nuestros antepasados, aunque lo llamaran simplemente coraje, quienes tuvieron que afrontar similares o peores crisis con muchos menos medios. Hemos olvidado su ejemplo así como las lecciones que nos ofrecen gratis sus historias si sabemos volver a mirar sin pre-juicios.

También debemos pensar en las generaciones venideras que no tienen votos pero sí derechos (Yehezkel Dror, La capacidad de gobernar: informe al Club de Roma). Si nuestros antecesores nos han permitido llegar hasta aquí, nosotros tenemos que preparar el mejor escenario que acoja a los que nos sucederán. Por de pronto no estaría de más recuperar la tradición romana, que nos relata Tertuliano, de que un siervo acompañe a los poderosos recordándoles permanentemente que son mortales e imperfectos.

*** Alberto G. Ibáñez es escritor y ensayista, autor del libro 'La Leyenda negra: Historia del odio a España'.