Lo propio de la libertad política es el disenso, mientras que lo que corresponde a la convivencia social es el consenso. El consenso solamente es verdadero si es social. La democracia como régimen ideado para organizar los poderes del Estado mediante el ejercicio de la libertad política se fundamenta en la existencia necesaria de discrepancia, discusión y confrontación libre de ideas y opiniones. Esto es, el disenso es democrático mientras que el consenso político preceptivo es propio de dictaduras o de regímenes no plenamente democráticos.

Presentar el consenso como un ideal o principio superior que debe inspirar la relación entre todos los actores políticos, supone la ejecución de un engaño a la ciudadanía al instrumentalizar una palabra mágica convertida en mito durante la Transición por el único interés de nuestra oligarquía de poder. Y es que, en realidad, el consenso no significa el acuerdo unánime de las partes que lo integran. Como tampoco consiste en alcanzar un máximo común denominador ni un mínimo general necesario para enfrentarse colectivamente a una crisis, como puede ser la situación que ahora estamos padeciendo. Menos aún supone la aplicación de un acuerdo democrático, ya que no tiene en cuenta la libertad política (ni siquiera la existencia del Parlamento en un régimen que lleva tal nombre), ni tiene en consideración, en ningún caso, las leyes de las mayorías y sí (ahí surge su carácter antidemocrático) los intereses específicos de determinadas minorías que son las que salen ganando de su aplicación sistemática como “ley fundamental” en un régimen de poder.

Hay que recordar que el consenso fuera del ámbito social, que es lo propio de él, tuvo un origen religioso, no teniendo nada que ver con la democracia. El “consensus” es un concepto utilizado por la teología, tanto católica como protestante, y hace referencia a la necesidad de alcanzar una “unidad de sentencia” respecto a una cuestión dogmática presentada como conflicto entre los teólogos de las Iglesias cristianas.

Así el consensus es entendido, fuera del ámbito social, como un instrumento para alcanzar acuerdos y evitar fisuras dentro de una estructura unitaria de poder. Su objetivo es la búsqueda de la “solución” (por consenso) para mantener la unidad de poder y evitar la agresión o el cisma teológico interno (en nuestro caso, la división política). Y es aquí, dentro de este mecanismo de búsqueda del acuerdo para evitar el conflicto, donde está la clave de lo que significa su aplicación dentro del ámbito político: una solución por consenso no requiere el consentimiento activo de todas las partes respecto a una cuestión y sí la aceptación de todos los criterios existentes en el sentido de “no negación” de los mismos (sobre todo las posiciones defendidas por las minorías).



Además, se trata de un pacto de desigualdad al llevarse a la práctica entre actores no relacionados entre sí en una situación de simetría. No es un pacto inter pares, entre partes iguales, ya que en nuestro régimen de poder unos actores tienen superioridad y hegemonía política sobre los otros. Es lo que ocurre con la izquierda política y los separatistas sobre la derecha desde el nacimiento del régimen del 78.

Los herederos del franquismo pactaron con la izquierda y los nacionalistas un régimen favorable a ellos

Para lavar su pecado original franquista los herederos del franquismo, con el rey Juan Carlos a la cabeza, pactaron con la izquierda y los nacionalistas la configuración política de un régimen favorable a ellos antes de la discusión y la posterior aprobación del texto constitucional. Para ejemplo, el reconocimiento de la Generalitat Provisional y del Consejo General Vasco por Decreto Ley antes de la estructuración constitucional del Estado de las Autonomías.

El régimen del 78 se configuró desde su origen como un régimen de consenso en su sentido eminentemente político y no social, jugando en nuestra Transición un carácter fundacional (“acuerdo originario” en palabras de Óscar Alzaga) siendo instrumentalizado como regla de oro para el funcionamiento de nuestro sistema político.

Miguel Roca, partícipe en los Pactos de la Moncloa y a su vez padre de la Constitución del 78, afirmó en su momento que nuestro régimen no nacía únicamente del consenso sino que necesitaba del consenso para su correcto funcionamiento. El profesor Óscar Alzaga ya había teorizado sobre esta característica al presentar el consenso como “pacto político constituyente” que, por sus características, establecía la existencia de una “Constitución elástica” (abierta) que debía ser aplicada e interpretada con arreglo al principio anterior, lo que él denominó como “prácticas postconstitucionales” regidas necesariamente por el criterio superior de tal mecanismo.

Ésta ha sido la dinámica del funcionamiento de nuestro régimen político durante los últimos 40 años. La existencia de un pacto de poder por encima de la sociedad que otorgó desde su origen la hegemonía política y cultural a la izquierda y a los separatistas, bajo el manto institucional de una Monarquía que, de esta manera, lavaba su pecado original franquista y, de paso (como ha quedado constancia durante los últimos meses) enriquecía de manera ignominiosa sus cuentas bancarias familiares en paraísos fiscales.

La izquierda política y los separatistas entendieron a la perfección lo que significaba la existencia de un régimen de consenso en una Monarquía de partidos: cualquier acuerdo que se adoptase debía favorecer sus intereses políticos e ideológicos frente a los que podrían representar los valores, ideas o intereses de la derecha política. La Monarquía de Juan Carlos I también aceptó esta premisa y configuró su posición política a favor de la izquierda y los nacionalismos dentro del régimen de poder que ella misma había propiciado.

La derecha política española sigue sin entender el carácter antidemocrático del régimen de consenso del 78

Con el paso del tiempo el régimen de consenso del 78 ha entrado en colisión por una triple crisis que lo ha hecho saltar definitivamente por los aires. La crisis nacional, al romper el separatismo catalán su vinculación formal con el régimen constitucional desde principios de este siglo, llevándoles finalmente a la rebelión tras la celebración de un referéndum ilegal y la declaración unilateral de independencia en octubre de 2017. Una crisis social, surgida tras la crisis económica de 2008 que dio origen al movimiento del 15-M en 2011 rompiendo la hegemonía del PSOE dentro de la izquierda tradicional con la aparición de Podemos en 2014. Y, finalmente, la crisis de la Monarquía que motivó la abdicación de Juan Carlos I en 2014 y que, como se ha demostrado en los últimos meses, es más profunda, económica e institucional que el error de una cacería y la relación sentimental entre dos personas.

Sin embargo, la derecha política española sigue sin entender el carácter antidemocrático del régimen de consenso del 78. Y, lo que es peor aún, no comprende que este consenso ha saltado por los aires sin que ella hiciera absolutamente nada para dinamitarlo. Se niega a admitir que el consenso preceptivo es contrario a sus intereses ya que supone su necesaria actitud de sumisión a un régimen de poder que ha establecido como criterio de funcionamiento la “no negación” de los intereses de la izquierda y los separatistas. La semana pasada la ministra portavoz del Gobierno, María Jesús Montero, declaraba que no descartaba la discusión del tema “territorial” dentro de los nuevos Pactos de la Moncloa convocados por Pedro Sánchez.

Resulta increíble que la derecha española, después de tantos años de arrinconamiento (para muestra el botón del Pacto del Tinell de 2003), no sepa cómo actuar ante este tipo de argucias políticas con trampa, como no deja de ser la última llamada al consenso y a unos nuevos Pactos de la Moncloa realizada por Pedro Sánchez.

Como en las antiguas asambleas de Facultad donde siempre la izquierda intentaba instrumentalizar desde su convocatoria, pasando por su funcionamiento hasta llegar a sus conclusiones, no cabe otra actitud que acudir a este tipo de convocatorias (flagrante por tanto el error de Vox) esgrimiendo desde el principio que se ejercitará en estas reuniones el derecho a voz y posición política independiente, la manifestación expresa de que se ejercerá la oposición en aquellos aspectos en los que no se esté conforme, y, finalmente, el derecho al pataleo o bloqueo de los acuerdos que sean contrarios a sus intereses.

Metidos en un juego de trileros no se puede pecar de pardillos: hay que estar más espabilado que aquel que organiza el engaño, mueve la bolita y al ayudante (cómplice necesario) que, en el momento oportuno, cambia los cubiletes.

*** Javier Castro-Villacañas es abogado y periodista. Autor del libro 'El fracaso de la Monarquía' (Planeta, 2013).