La muerte de Freeman J. Dyson, el pasado 28 de febrero, ha supuesto la desaparición del último de los grandes científicos de la segunda mitad del siglo XX. Nacido en Inglaterra, estudió matemáticas en Cambridge y se graduó al acabar la guerra. Durante la contienda había estado en la RAF calculando la forma de mejorar el diseño de los planes de combate.

Tras publicar sus primeros trabajos matemáticos, marchó a EEUU para estudiar en Cornell y se relacionó con el selecto grupo de científicos que el país había arracimado con motivo de la guerra. Gracias a su contacto con Feynman fue capaz de crear la matemática necesaria para consolidar los fundamentos de la electrodinámica cuántica, es decir, para entender cómo la luz interactúa con la materia. Ese campo trajo el Premio Nobel de Física en 1965 para Feynman, Schwinger y Tomonaga. Dyson no fue agraciado en Estocolmo, lo que ha parecido injusto a muchos, pero su vida no ha estado vacía de premios precisamente.

Su labor científica ha alcanzado una fama casi legendaria, tanto por su importancia como por su variedad. Baste recordar que, caso casi único, fue autorizado a dar clases en Cornell pese a no haberse doctorado, tan notables e importantes habían sido sus trabajos antes de cumplir los treinta años. Desde mediados de los cincuenta ha estado en el Institute for Advanced Studies de Princeton, un centro del que han formado parte personalidades como Oppenheimer, Einstein, Weyl, John Von Neumann o Gödel.

Además de su obra más científica, Dyson fue un prolífico pensador, y un magnífico expositor de ideas, sabiendo mezclar con maestría su optimismo de fondo con una notable capacidad subversiva.

Dyson ha sostenido que los grandes avances siempre han debido más a los aficionados que a los gobiernos

Como buen amigo de Feynman, aunque muy distinto de carácter, era muy partidario de que la libertad del investigador fuese completa, y tendía a sospechar del interés y rentabilidad de los grandes proyectos de investigación en los que el éxito resulta inexcusable, debido al monto de la inversión implicada, lo que puede llevar, de algún modo, a que cualquier resultado menor se intente hacer pasar por un éxito resonante.

Dyson ha sostenido que los grandes avances siempre han debido más a los aficionados que a los planes de los gobiernos, y es paradigmático, a estos efectos, su análisis sobre cómo llegó a triunfar la aviación, que debe más a unos chalados que trataban de volar monte abajo mientras las grandes potencias lo apostaban todo a los inmensos dirigibles que han quedado en nada.

El caso de Juan Garrido, el ingeniero granadino que trabaja en un nuevo motor térmico mucho más reducido y eficiente del que hace unos días nos hablaba EL ESPAÑOL, sería un magnífico ejemplo de lo que Dyson pensaba a propósito de la ciencia, la tecnología y la invención, que eran oficios en los que la afición es indispensable para el éxito. Sus libros, traducidos casi a todas las lenguas, permiten a cualquiera participar en un modo de pensar tan estimulante.

También, al igual que Feynman, era algo deslenguado. Le gustaba la ironía y no tenía ningún empacho en oponerse a las modas que tratan de imponer un modelo de ciencia que tiene más que ver con las ideologías y con la religión que con la creatividad y libertad que necesitan los verdaderos pioneros.

La ciencia progresa cuando acierta, pero para acertar es necesario que muchos se atrevan a correr el riesgo de equivocarse, de modo que la ciencia y la tecnología no pueden sobrevivir sin algunos herejes que pongan en duda los dogmas prevalecientes.

Fue crítico con el alarmismo respecto a las supuestas y casi inevitables catástrofes con que nos amenaza el clima

En 2017, le preguntaron sobre la inteligencia artificial y sobre si las máquinas podrían pensar. Su respuesta fue muy poco condescendiente con el clima intelectual predominante: “No creo que tales máquinas existan o que sea verosímil que puedan existir en el futuro previsible. Si estuviese equivocado, como lo estoy con frecuencia, cualquier pensamiento que pudiera tener sobre la cuestión sería irrelevante. Si estuviera en lo cierto, toda la cuestión sería irrelevante”.

Otro asunto en el que sus pronunciamientos han sido muy polémicos es su crítica al alarmismo respecto a las supuestas y casi inevitables catástrofes con que nos amenaza el clima de no respetar a pies juntillas los consejos de los más radicales. Dyson veía en las afirmaciones más catastrofistas un sesgo más religioso que científico, un empeño enfermizo en convertir la ciencia en un saber lúgubre.

Además, y en este aspecto no hablaba ningún aficionado, los modelos matemáticos de los climatólogos no le merecían especial confianza. En general, haber convertido la ciencia en una especie de aplicación del big data, le resultaba muy empobrecedor y no ahorró críticas al respecto. Como dijo con sorna en cierta ocasión, ese tipo de ciencia no carecía de interés porque si un modelo no funcionaba en neurología, tal vez se pudiera emplear con el clima, o incluso en Wall Street.

Dyson era cualquier cosa menos un personaje insensible a los problemas humanos, y de hecho, contra la opinión de tantos físicos eminentes en esa época, se opuso con determinación al empleo de armas nucleares, pero pensaba que tenemos mayores y más urgentes problemas que el climático, como el desempleo, la ignorancia o la desigualdad.

Sin negar el factor antropogénico en el calentamiento del clima, afirmaba que estábamos todavía muy lejos de entender su funcionamiento, y que no veía claro que el calentamiento global solo pudiese tener efectos negativos, además de apostar por que todos los supuestos males que anuncian los catastrofistas se podrían resolver con tecnologías imaginativas y mejorando nuestros conocimientos biológicos.

Consideraba que la religión, como la ciencia, la literatura o la música, es también un modo de comprensión

Dyson, que ha inspirado proyectos de ingeniería muy innovadores, ha dado rienda suelta a la imaginación tecnológica, y siempre ha creído que la humanidad podría ser capaz de dar la vuelta a los desafíos de la naturaleza y a las previsiones de carácter agónico que a veces tratan de extraerse de la cosmología o de cualquier rama del conocimiento. Pero para eso hay que huir de la presunción de que ya sabemos todo lo esencial, y reconocer que la naturaleza tiene una imaginación mucho más poderosa que la nuestra, pero que podremos seguir aprendiendo de sus procedimientos y secretos como lo henos hecho hasta ahora.

Estaba persuadido de que la ciencia del futuro nos podría resultar tan extraña como la de ahora mismo resultaría a los filósofos griegos. La imaginación debe estirarse para abandonar los prejuicios de nuestro sentido común y el empeño en someter la ciencia a categorías que solemos considerar como normales: cuando le preguntaron si Einstein tenía razón al pensar que la mecánica cuántica estaba incompleta, respondió que la mecánica cuántica es perfecta, pero que nuestro conocimiento del mundo común dejaba bastante que desear.

Tal vez el optimismo de Dyson tenga que ver con su procedencia familiar y su primera formación. Fue el segundo hijo del compositor George Dyson y nació en una familia acomodada. Dyson se declaraba cristiano y creía que la religión es una parte preciosa de la herencia humana pero también un desafío para la inteligencia porque, al igual que la ciencia, está llena de misterios por resolver.

La religión, como la ciencia, el arte, la literatura o la música, es también un modo de comprensión que nos da pistas sobre la parte mental o espiritual del universo que trasciende a lo material. Esa confianza en la condición humana es el quicio en el que se apoyó su extraordinaria capacidad creativa e imaginativa, lo que le permitió lograr avances clave en matemáticas y en física, pero también imaginar mundos del futuro, estrellas artificiales que nos proveyesen de energía o árboles implantados en cometas que pudiesen alcanzar alturas kilométricas, todo menos resignarse a lo rutinario, a cualquier derrota del espíritu, al triunfo del derrotismo y la renuncia a la libertad soberana del intelecto; una forma de pensar y de actuar en la que el gozo y la diversión son parte inseparable del empeño por comprender.

*** José Luis González Quirós es filósofo y analista político.