La disposición a mentir ha resultado muy provechosa desde que el mundo es mundo. Hay un pasaje en la vida de san Agustín que lo ilustra bien. Es cuando Agustín, a la sazón un joven y prometedor abogado, toma consciencia de que sus éxitos en el foro se deben a su talento para convencer con su poderosa elocuencia, aunque la razón no esté de su parte. En rigor, lo que descubre el flamante orador imperial en Milán es que cuando el fin es ganar el debate a cualquier precio, la pasión por la verdad es un lastre.

Para el santo fue este un momento de crisis espiritual. A Agustín le faltó valor para seguir adelante, sacrificando la verdad; le faltó ese coraje que a Pedro Sánchez le sobra. De hecho, si Iván Redondo tuviese a una Leni Riefenstahl en su equipo, de buen seguro le pediría exaltar la apoteosis de la mendacidad. A sus mentiras —googleen si no las recuerdan: ocupan demasiado espacio como para listarlas aquí— se lo debe todo: sus triunfos, y los de su asesorado, se cuentan por embustes.

El éxito era previsible, habida cuenta de que poseer una maquinaria perfectamente engrasada para mentir es hoy una de las estrategias más inteligentes que puedan diseñarse en política. Cada época tiene su potencia física o moral destacada, y en la que nos movemos ese espíritu de los tiempos es la mentira.

Hace un par de años un artículo de la prestigiosa revista Nature daba noticia de un estudio del Massachusetts Institute of Tecnology (MIT), dirigido por el director científico de Twitter, que revelaba que una noticia falsa tiene, en promedio, un 70% más de difusión en internet que una información verdadera. Y sucede que nuestro gobierno ha sabido impregnarse de este clima mendaz con elevadísimo aprovechamiento.

La combinación de la codicia de poder y colocaciones de la agencia PSOE con el apetito ideologizante de sus socios podemitas ha producido un ente mendaz imbatible. Un gobierno de relatos, varios vinculados a otras tantas identidades, cada una con su correspondiente neolengua, que parece la culminación del sueño posmoderno. Cualquier posverdad se convierte en verdad si está amparada por un relato poderoso.

El desánimo cunde cuando advertimos que, una vez descubiertas, las mentiras no causan mella

Más aún, el desánimo cunde cuando advertimos que, una vez descubiertas, las mentiras no causan mella. Ni las mentiras más objetivamente falsables tienen consecuencias. La hemeroteca que revela falsedades es un mero divertimento, una anécdota que no es ya que carezca de derivaciones políticas, en forma de dimisiones o desmentidos, es que ni siquiera posee la capacidad de provocar el menor rubor en el mentiroso. ¿O alguien ha apreciado algún tono carmesí en las mejillas de Ábalos?

Ahora bien, ¿cómo es posible gobernar contra la verdad sin caer en el descrédito, sin provocar la indignación mayoritaria de los gobernados?

El poder de los relatos al que acabo de hacer mención tiene, sin duda, buena parte de culpa. Nos movemos de manera creciente en burbujas de opinión, en sistemas de pensamiento —por así decir— condicionados predominantemente por nuestras emociones y filiaciones identitarias, y tendemos más a revalidar nuestras creencias que a conocer la verdad. Es el conocido sesgo de confirmación gracias al cual las mentiras que nos interesan nos resultan tan convincentes.

Pero esto no basta para explicar el presente de nuestra política. Tiene que haber algo más. El espectáculo de la mentira sin disfraz, victoriosa y altiva; el desparpajo con el que miente el Gobierno de Pedro y Pablo sólo es posible a causa de la impunidad que le otorga un clima moral estragado. Los embustes han superado los umbrales de nuestra percepción de tal modo que ya apenas reaccionamos a ellos. Al igual que no alcanzamos a percibir un olor en el que nos hallamos completamente inmersos.

Naomi Klein describió un fenómeno social semejante. Para elaborar su controvertida doctrina del shock, estudió los experimentos encubiertos sobre torturas llevados a cabo por el psiquiatra Ewen Cameron, concluyendo que un cuerpo social es mucho más fácilmente modelable si previamente ha sido sometido a un proceso de conmoción y confusión.

Bombardeados sistemáticamente por mentiras, saturados de relatos, estamos embotados frente al fraude

La teoría del choque vendría a ser así la versión socioeconómica del consejo culinario de dar una buena paliza al pulpo antes de cocinarlo, para que esté tierno. Mutatis mutandis, tal vez estemos siendo víctimas de un proceso similar. Nuestras papilas para percibir falsedades están abotargadas. Bombardeados sistemáticamente por mentiras, saturados de relatos, estamos embotados frente al fraude, listos para comulgar con cualquier rueda de molino.

Además, en nuestro paisaje devastado después de la tormenta ha tenido un papel determinante otro largo proceso de falsedades, el procés y su corolario, nada menos que un intento de golpe de Estado. Cuanto mayor es el shock infligido, más dócil y maleable es el paciente.

En consecuencia, si se ha sufrido un proceso de tensión máxima que ha llevado a la sociedad al borde del conflicto civil, las mentiras pasan a ser algo baladí siempre que se profieran en un clima de distensión. Y en tales casos, en aras de esa prometida distensión, no sólo es a la verdad a lo que se está dispuesto a renunciar: la justicia o la dignidad se ven igualmente sacrificadas.

Así está la situación de España en estos momentos. Con una ciudadanía mayoritariamente anestesiada ante la falsedad, la injusticia y la indignidad, preparada para considerar aceptables incluso las manifestaciones más palmarias de racismo, y con un presidente Sánchez que podrá seguir haciendo gala de su proverbial resiliencia y decir, como el corregidor del cuento popular: "Ahí me las den todas", conocedor de que no será él, sino sus monedas de cambio —ya sean navarros vasquizados, charnegos atropellados o manchegos minimizados—, quienes asuman el alto precio que está dispuesto a pagar por mantenerse en el poder.

Sin embargo, sobre el sacrificio de la verdad, la justicia y la dignidad no puede construirse nada sólido y duradero. El diálogo mendaz con el nacionalismo en el que el Gobierno de Pedro y Pablo están embarcando a toda España sólo puede producir frutos enfermos, caducos a muy corto plazo. Y el efecto de la anestesia no es perpetuo. Esperemos que para cuando despertemos, el daño no sea irreparable.

*** Pedro Gómez Carrizo es editor.