El concepto de soberanía vigente en nuestro tiempo es moderno y se deriva de una reflexión teórica. En Grecia, en Roma y en la Edad Media hubo reyes, emperadores y gobiernos de diversa índole. Pero no había una teoría sobre "el poder absoluto y perpetuo de una república", que es la definición de soberanía formulada por Jean Bodin, y que está a la base de las reflexiones posteriores sobre dicho concepto.

Bodin escribió en el siglo XVI. Y una vez lanzado, por él y por otros contemporáneos suyos, el concepto de "poder absoluto y perpetuo", sólo era cuestión de tiempo que se identificara un candidato idóneo para detentarlo. A finales del siglo XVIII ya estaba localizado ese candidato: "el pueblo". El cual, a su vez, recibió, por obra de Fichte y otros filósofos alemanes, una caracterización adicional que lo convirtió en "la nación".

Y en eso vivimos desde entonces: soberanía-pueblo-nación. Es la trinidad profana del poder político, y como tal la encontramos por doquier. Sin ir más lejos, en el artículo primero de nuestra Constitución de 1978, que proclama que "la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado".

Esta construcción teórica domina por doquier el pensamiento político desde hace ya más de dos siglos, y nada parece indicar que vaya a ser cuestionada seriamente en un futuro previsible. Así que con ella tenemos y tendremos que vivir. No obstante, convendría que fuéramos conscientes de que, como todas las construcciones teóricas, esta también nos puede causar problemas, si no la manejamos con mucho cuidado.

Nos puede causar problemas, porque sugiere, implícitamente, una concentración enorme de poder: hay una instancia dotada de un poder absoluto y perpetuo. Esa instancia es el pueblo-nación. La asamblea del conjunto de los ciudadanos, o más bien del conjunto de la tribu, que puede hacer y deshacer a voluntad las instituciones y las leyes y todo lo que tiene que ver con el orden social.

La asamblea omnipotente es un estupendo punto de partida para jugar a las utopías; a la izquierda le viene muy bien

Es verdad que la omnipotente asamblea se autolimita en un segundo momento, al comprometerse con unas reglas del juego político que tendrá lugar en lo sucesivo: la constitución. Pero, aun así, siempre queda implícita, latente, la imagen de esa asamblea nacional originaria, que tiene todo el poder. Que en principio puede hacer todo, puesto que es soberana. Es una imagen fascinante: la asamblea en la que la nación se declara a sí misma soberana —se corona a sí misma— y se da la forma que quiere. Se construye a sí misma. Se crea a sí misma... Y podría recrearse. Podría darse una nueva forma, más perfecta... completamente diferente, quizás...

Ahora, estimado lector, imagine a un líder visionario, aventurero, utópico, enamorado de una idea (de una idea de justicia social, o de sociedad perfecta, o de una perdida Arcadia nacional que habría que recuperar), o simplemente enamorado de sí mismo, sintiéndose genial, sintiéndose artista, meciéndose con las imágenes del poder proteico de la asamblea nacional soberana. Piense en esto, estimado lector, y empezará a entender el peligro que encierra el concepto de soberanía nacional.

Por eso, ya que en nuestro tiempo no parece que vaya a perder su vigencia la idea moderna de soberanía, es muy aconsejable, por la cuenta que nos tiene, que nos esforcemos por que la soberanía no esté concentrada en ninguna instancia, sino fraccionada. Muy fraccionada. Fraccionada de tal modo que buena parte de ella recaiga en instancias supra-nacionales y en instancias infra-nacionales. Para que, incluso en el peor de los casos, es decir, en caso de que la "asamblea nacional" pusiera al frente del gobierno a un líder ocurrente, la mayor parte de sus ocurrencias no puedan plasmarse en leyes y decretos.

Entiendo que un consejo así no resulte del agrado de alguien con sensibilidad izquierdista. Puesto que la izquierda siempre se ha caracterizado por su afición a imaginar paraísos a los que llevarnos a todos a la fuerza. A la izquierda, el concepto de soberanía nacional le viene muy bien. La asamblea omnipotente es un estupendo punto de partida para jugar a las utopías.

Tampoco a los nacionalistas puede gustarles el fraccionamiento de la soberanía, ya que su ídolo es justo la nación absolutamente soberana, que alguna vez fue libre y feliz, in illo tempore, para después decaer en la sujección al estado opresor etc. Los nacionalistas, en definitiva, tienen también su paraíso en construcción (nacional).

La concentración del poder en una única instancia soberana es precisamente la maldición de la soberanía nacional

Pero lo que de verdad sorprende, y me resulta más difícil de entender, es que la idea de soberanía nacional tenga éxito también entre aquellos que recelan de los paraísos políticos izquierdistas o aldeanos.

Y así, en estos días, estamos teniendo ocasión de asistir en España al curioso espectáculo de personajes públicos que, en nombre de la soberanía nacional, ponen el grito en el cielo los días impares por las injerencias de "Bruselas", o de "Estrasburgo", o de "la burocracia Europea", en nuestros asuntos. Y luego, en los días pares, se rasgan las vestiduras por los incumplimientos que se esperan del nuevo gobierno del pacto de estabilidad asociado al euro, y otras normativas europeas... y sueñan con que Europa "pare los pies" al gobierno nacional que se nos viene encima.

Igual que también hemos visto estos días a políticos que dicen estar contra las autonomías poner el grito en el cielo porque el gobierno nacional intervenía una determinada autonomía con gobierno afín...

Ciertamente, la coherencia nunca ha sido una virtud muy extendida en la esfera política. Y es mejor así, puesto que en la cosa pública no hay nada más peligroso que un visionario riguroso y consecuente. Pero no obstante, un mínimo de lógica sí que deberíamos exigir. Y ese mínimo de lógica debería servir para que los que no desean verse en manos de un gobierno ocurrente, apoyaran con todas sus fuerzas un status quo como el actual, en el que la soberanía nacional se encuentra restringida hacia arriba (Europa) y hacia abajo (autonomías). Obrar en sentido contrario es facilitar las cosas a los que quieran obligarnos a vivir en sus utopías. Y esa facilidad, que surge de la concentración del poder político en una única instancia soberana, es precisamente la maldición de la soberanía nacional.

*** Francisco José Soler Gil es profesor titular de Filosofía de la Universidad de Sevilla.