En la calle de Alcalá, justo al lado norte del Retiro, se levanta la estatua ecuestre del general Baldomero Espartero, presidiendo -en un oportuno ejercicio de justicia poética regalado por el callejero de Madrid- el nacimiento de la calle O'Donnell. Es una estatua rotunda y majestuosa, en cuyo frontal se puede leer en letras forjadas en bronce: “A / ESPARTERO / EL PACIFICADOR / 1839 / LA NACIÓN AGRADECIDA”.

Hoy no sólo la nación ya no está agradecida al héroe de Luchana y Vergara, sino que lo ha extrañado al territorio más lejano y oscuro de su memoria. Aunque el siglo XIX español no se puede entender sin él, sus compatriotas han olvidado al que fue el personaje más querido de la época, que hizo del “¡Cúmplase la voluntad nacional!” su divisa y que rechazó ser rey pese al clamor popular que se lo pedía, pero que no pudo evitar ser tal vez el antecedente embrionario de lo que mucho más tarde se llamará la Tercera España. Esa España moderna, constitucional, democrática y liberal, que habría de morir antes de nacer, abortada en la tragedia de la Guerra Civil por uno y otro bando: el de los golpistas reaccionarios que atacaron a la República y el de los revolucionarios que, imponiéndose a los demócratas, la prostituyeron, traicionándola en favor de otro totalitarismo igual de depredador.

La razón del olvido nacional de Espartero también se encuentra en esta guerra, en la paz que estalló a su término. En realidad, su postergación era una fatalidad invencible, fuese cual fuese el vencedor.

Cuando se dice de Franco que su peor pecado fue robar a nuestros padres y abuelos su condición de ciudadanos, cosificándolos como súbditos desprovistos de libertad, se suele olvidar otro crimen que se extendió aún más allá de esas dos generaciones perdidas de españoles, llegando hasta el día de hoy: el robo de nuestro pasado en común.

Franco se apropió de todos esos personajes heroicos y gestas gloriosas de nuestra historia, a caballo entre la leyenda y la realidad, que aquí, como en cualquier otro país, nutren la memoria compartida de un pueblo y actúan como la argamasa que lo forja como nación. De todos ellos se apropió el franquismo, convirtiéndolos en caricaturas grotescas al servicio de su mensaje y en protagonistas histriónicos de una NODO aldeano, mezquino y degradante.

En la España de 1978 el legado olvidado del general Espartero venció finalmente a la herencia oficial del general Franco

Espartero habitó también en ese pasado colonizado por la Dictadura, aunque en su caso su destino no fue la apropiación y manipulación ideológica, sino, muy al contrario, su total destierro de la historia oficial. Naturalmente era necesario condenar al olvido a quien, con su Abrazo de Vergara, se había convertido en un símbolo de la concordia entre españoles al haber puesto fin a la primera de nuestras guerras civiles modernas con el compromiso de la reconciliación nacional, en la convicción de que ésta era la única vía posible para lograr la reconstrucción de un país desangrado por salvajes luchas fratricidas. Mal casaba todo ello con la estrategia elegida por Franco para guiar su postguerra: una España monocolor, esculpida a base de represión.

Es sabido que, muerto Franco y enterrado su régimen, en eso seguimos: entre una izquierda que, en vez de reivindicar lo esquilmado, limpiando de sus excrecencias la gloria prostituida de nuestra historia, ha dado por bueno el expolio, en su afán por ganarse a los nacionalismos de cortijo para la causa de una Santa Alianza contra la derecha; y una derecha que, por complejo o ignorancia -o por ambas cosas-, ha dejado hacer, olvidando que ese pasado común es la mejor arma para vencer los peligros que hoy acechan.

Pese a ello y a su repudio por los nacionalistas por patriota y liberal, en el caso concreto de Espartero bien podría alegarse que su figura ha vivido una suerte de reivindicación por nuestra clase política -naturalmente, inconsciente de ello- de la mano de la Transición. Porque si algo merece llamarse heredero del Convenio de Vergara es nuestra Constitución del 78, en la que los representantes de los dos bandos enfrentados en la Guerra Civil (Suárez, como heredero de los vencedores, y Carrillo, como líder moral de los vencidos) sellaron la reconciliación nacional como fundamento de un nuevo proyecto de convivencia, en libertad e igualdad, entre todos los españoles.

Reconciliación y libertad e igualdad. Por ello puede afirmarse que en la España de 1978 el legado olvidado y anónimo del general Espartero venció finalmente a la herencia oficial y blindada del general Franco.

Es cierto que hoy, cuarenta años después de la firma por el pueblo español de ese segundo Convenio de Vergara, ese régimen de libertad e igualdad que consagró la Constitución de 1978 se ha visto sometido a nuevas amenazas, esta vez de la mano de unos populistas revolucionarios de nueva generación, en fraternal alianza con los nacionalistas reaccionarios de toda la vida. Unos y otros unidos por su común percepción de aquélla como el enemigo a batir, ya sea por erigirse como un obstáculo insalvable al totalitarismo de extrema izquierda negador la libertad, que quieren los primeros, ya por impedir la desigualdad entre los españoles por razón de su lugar de nacimiento, que pretenden los segundos.

Pero no es menos cierto que, también a día de hoy, a la vista de las sucesivas citas electorales a las que los españoles seguimos acudiendo mayoritariamente en defensa de nuestra condición de ciudadanos libres e iguales, aún puede seguir afirmándose que el Espíritu del 78 permanece.

Tal vez la solución no fuese desenterrar a un muerto, sino transformar su mausoleo en un cementerio de todos los caídos

En todo caso, al menos siempre nos quedará el consuelo de que la reconciliación alcanzada no es susceptible de riesgo alguno. Y ello por la elemental razón biológica de que, habiendo transcurrido más de ocho décadas desde el fin de la guerra, ya no quedan bandos que enfrentar. Todos están muertos.

Por eso sorprende, por cierto, que la primera reacción del Partido Popular al anuncio por Pedro Sánchez de que su gran proyecto estrella para seducir a la España del siglo XXI era desenterrar a Franco, fuese en su día proclamar aquello de que su exhumación supondría volver a “la España de la confrontación y la tensión social”. Como si cuarenta años después de muerto el dictador, aún quedasen millones de españoles dispuestos a morir y matar por el brazo incorrupto de Santa Teresa y su España “Una, Grande y Libre”.

En su consecuencia, difícilmente el argumento contra la migración mortuoria de Franco puede ser el riesgo de que renazca la confrontación entre unos bandos que ya no existen. Quizás el único argumento posible, aunque curiosamente jamás debatido, sería el mismo que explica que Alemania mantenga intactos Dachau y Buchenwald: conservar la memoria de lo que un día el pueblo alemán permitió, para que no vuelva a ocurrir jamás. Porque lo que ocurrió en España fue que una generación de españoles luchó y perdió, pero la que le siguió, salvo unos pocos comunistas heroicos y republicanos leales, renunció a su libertad a cambio de bienestar y paz.

Por esta razón, tal vez la solución no fuese desenterrar a un muerto, sino transformar su desquiciado e inútil mausoleo en un cementerio abierto a todos los caídos a ambos lados de la trinchera, como testimonio en piedra de un mensaje dirigido a las generaciones futuras: el de que en una guerra civil el tiempo termina borrando inexorablemente la victoria de unos sobre otros, dejando tras de sí a los dos bandos enfrentados tan sólo una herencia compartida de polvo y muertos.

“El mensaje de la patria eterna”, que dijo Azaña: “paz, piedad y perdón”.

*** Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.