Que el acceso a la educación debe ser universal es indiscutible: una democracia necesita, para funcionar correctamente, a una ciudadanía informada. La educación es una de las herramientas más efectivas para corregir la desigualdad de oportunidades, uno de los mayores focos de conflicto social. Sirve para evitar que la capacidad para ejercer los derechos civiles y políticos esté condicionada por la llamada lotería natural y social: la situación socio-económica en la que nacen y sus características naturales individuales. Y beneficia no solo a su consumidor sino a la sociedad en su conjunto.

Para garantizar esa universalidad la mayoría de países del mundo han concluido que debe ser el Estado el encargado de diseñar, financiar y proveer toda la educación formal. Creando y sosteniendo los centros educativos y dictando el currículo y la metodología con la que se educa. Sin embargo existen argumentos de peso para negar alguna (si no todas) de estas afirmaciones.

En lo que a la igualdad de oportunidades se refiere, esta no depende necesariamente de que el sistema educativo esté gestionado y financiado íntegramente por el Estado. La iniciativa privada, ya sea en forma de cooperativa de padres o profesores, congregaciones religiosas, empresas con ánimo de lucro, asociaciones sin ánimo de lucro, o incluso la familia, puede proveer unos servicios educativos de calidad fomentando la autonomía de los centros y la libertad de elección de los padres. Sobre todo, garantizando los principios liberales básicos de libertad individual e igualdad de oportunidades. Algunos ejemplos de ello son las asociaciones de homeschoolers, las escuelas privadas baratas o las escuelas libres (como El Dragon International School).

El Estado debería intervenir únicamente allí donde la iniciativa privada no fuese suficiente para atender a la población

Pues aunque puede parecer que la desestatalización de la educación generaría un aumento de la desigualdad, imposibilitando el acceso a un buen centro educativo a aquellos hogares más desfavorecidos, no tiene porqué ser así. Sin ir más lejos, las investigaciones de Tooley y Dixon (2003) muestran cómo en algunos barrios pobres de países como Lagos, Nigeria, Ghana o la India, más del 60% de los jóvenes asisten a escuelas privadas de bajo precio.

De hecho, la libre competencia entre centros es un mecanismo que permitiría disminuir los precios de las matrículas. Pero si incluso entonces algunas familias no pudiesen acceder a esos servicios, eso todavía se podría solucionar fácilmente a través de cheques (estatales o no estatales) contingentes a la renta.

En ese sentido, la intervención estatal debe centrarse en el establecimiento de unos estándares educativos mínimos: certificación de maestros, acreditación de escuelas y programas de estudios básicos; y coordinación entre recursos y necesidades en consonancia con el principio de subsidiariedad. Se trataría de intervenir únicamente allí donde la iniciativa privada no fuese suficiente para atender la totalidad de la población, asegurando que el nivel administrativo encargado de la provisión fuese aquel más cercano al ciudadano.

También cabe señalar que las externalidades positivas generadas por la educación no son las mismas en todos sus niveles. La evidencia muestra que la inversión en educación preescolar es una de las mejores herramientas para garantizar la equidad y reducir las desigualdades sociales. En ese sentido, de existir financiación estatal de la educación, esta debe ser más importante en la enseñanza de 0 a 3 años, que en etapas posteriores.

Habría que rechazar la escolarización obligatoria. Educación y escolarización son dos aspectos independientes

Por último, la libertad educativa también tiene un valor en ella misma. Esta se sustenta en la protección de la individualidad y la diversidad de los individuos. Los seres humanos somos diversos por naturaleza, y el generalizado afán por homogeneizar y estandarizar tiende a reprimir el florecimiento de la persona individual, de su singularidad.

La libertad presupone que los individuos tienen garantizada una esfera privada dentro de la cual pueden desarrollar sus facultades, su personalidad y perseguir sus proyectos vitales, y en la cual el resto no puede intervenir. Como los menores no pueden ejercer esa libertad, deben ser sus padres, como titulares de la patria potestad, los que lo hagan. Sobre todo por dos motivos. En primer lugar existe una mayor probabilidad de que los padres, que conocen a sus hijos, puedan hacerse cargo de su educación mejor que el Estado. Y por otro lado, porque en base a los derechos, y sobre todo las obligaciones, que otorga la patria potestad, tienen un derecho moral superior a hacerlo.

Esto último también nos debe llevar a rechazar la escolarización obligatoria, consagrada en las legislaciones de casi todos los países del mundo. Educación y escolarización son dos aspectos independientes. La educación es un proceso involuntario de aprendizaje que tiene lugar a lo largo de nuestra vida. Y la escuela representa solo uno de los instrumentos para la formación de las personas, pero no el único ni el más adecuado para garantizar un correcto desarrollo de los niños.

La educación en el hogar es una alternativa que escogen muchas familias y que debemos proteger también en nuestro país, a través de un marco regulatorio que garantice la seguridad jurídica en su desarrollo. Además, el homeschooling puede ser una buena alternativa de política pública en la lucha contra la despoblación rural. Allí donde no llegue la iniciativa privada y no sea rentable o viable el establecimiento de una escuela, la educación en el hogar puede adquirir importancia.

*** Irune Ariño es subdirectora del Instituto Juan de Mariana.