Las raíces políticas, demográficas y económicas del populismo en Europa y Estados Unidos vienen detectándose desde la segunda mitad del siglo XX, y ahora son fuertes. Los ciudadanos tenían una alianza con los partidos tradicionales, que representaban una forma de vivir.

La relación partisana era un patrimonio que se transmitía por herencia a la familia. Este lazo se ha evaporado. Son tiempos de inclinaciones emocionales hacia nuevas opciones. No parece que la empatía hacia los partidos tradicionales se recupere. Valdrá por tiempo indefinido la admonición de Thomas Jefferson: “Si tengo que ir al cielo con un partido, no iría en absoluto”.

Las sociedades sufren un conflicto cultural. En la era global las zonas rurales se vaciaron, el número de trabajadores industriales y la afiliación sindical decrecieron, muchas personas recibieron educación superior, se desarrollaron las clases profesionales, aparecieron los millennials, nada leales al mainstreaming partidista.

Los temas que saltaron a los primeros puestos de las agendas fueron la inmigración, el cambio étnico, la integración europea, los refugiados, la seguridad, el terrorismo, los derechos de la mujer, la crisis ambiental. Estos temas generan una batalla política de valores competidores.

Los bien educados Baby Boomers, crecidos con la red del bienestar -a diferencia de las generaciones anteriores de las guerras, preocupadas por la supervivencia, la seguridad y la paz- lucharon por la igualdad y los derechos civiles, desarrollaron una cultura liberal y global. La izquierda postuló valores más liberales para esos votantes, que en fechas más recientes llevaron a las agendas los problemas de la ampliación de los derechos de los colectivos LGTB y otras minorías, y se sumaron a campañas sobre el racismo, la inmigración y otras más extremas como las del #MeToo. A esto se ha llamado la "Revolución Silenciosa".

Otras clases sociales rechazaron esta Revolución. Aquéllos que no recibieron educación superior, los conservadores, los trabajadores de sectores industriales deprimidos y las comunidades rurales estaban alarmados por la destrucción de sus valores. El conflicto entre liberales y tradicionalistas abrió las primeras grietas entre la gente y los partidos del mainstream. Se fraguó la "Contra Revolución Silenciosa" que abogaba por Ley y orden, control de la inmigración, regreso a los valores tradicionales, y un enfoque patriarcal contrario a los derechos de las mujeres.

En los 70 comenzó la desconexión de los ciudadanos con los partidos tradicionales porque no reflejaban sus opiniones

En los ochenta, en ambas orillas atlánticas, creció la polarización a raíz de los problemas migratorios, de la integración europea, del impacto del Islam, y de las crisis de refugiados, caldos de cultivo para la reacción de los populismos que pusieron voz a la inseguridad de la sociedad movilizada contra la agenda social-liberal, incapaz de construir un diálogo colectivo con la sociedad, y más tarde desbordada por la Gran Crisis económica.

En los años 70 comenzó la desconexión de los ciudadanos con los partidos tradicionales porque no reflejaban sus opiniones. Tras la Gran Crisis económica del Siglo XXI la alta volatibilidad del voto provocó un clima político impredecible e inestable. Un dato relevante: más de 8 millones de votantes de Obama cambiaron a Trump. La militancia de los partidos del mainstream descendió. Los jóvenes no renunciaron a la política, pero su grado de lealtad a los partidos fue débil, y su capacidad de movilización menor ante los desafíos: el brexit salió por la mayor movilización de los mayores y de los trabajadores de sectores industriales en crisis.

España no ha sido ajena al conflicto cultural y a la desconexión de los ciudadanos de sus dos grandes partidos, el PSOE y el PP. Además, la interpretación que han realizado los antiguos partidos -y los nuevos- de la democracia constitucional plantea un problema de representación política.

Hay una crisis de representación derivada de la mala gestión de los procesos de primarias para la elección de los líderes de los partidos. Las primarias han desembocado en el vaciamiento orgánico de los partidos, que se han quedado sin estructuras de control de sus líderes.

Hoy tiene más garantías para controlar a la mayoría el socio de una sociedad mercantil de capital que un militante de alguna de las organizaciones políticas. Los partidos han sido convertidos en plataformas electorales de sus líderes, y se ha avanzado hacia un sistema presidencial de hecho, personalista y autoritario. Esto contrasta con la democracia constitucional, con la separación y limitación de los poderes. Los jefes carismáticos debilitan la democracia en su dimensión representativa y constitucional.

Los partidos deben ser instrumentos para la sociedad, pero se han confundido en el Estado. La captura de las Instituciones del Estado por cuotas ha llegado a producir bochorno. Las listas bloqueadas eliminan el derecho de los ciudadanos a elegir a sus representantes. Los jefes de los partidos los eligen dando lugar a una incómoda burocracia que llena las instituciones.

La sociedad no ve a los partidos como una asociación libre de ciudadanos, los considera grupos abusivos de amiguetes

La posición económica y social de los representantes y sus privilegios explican su voluntad de perpetuarse produciéndose un conflicto de interés que pervierte la representación: el representante político no sirve a los intereses de los ciudadanos, sino al suyo propio, que coincide con el interés del líder, a quien se debe fidelidad, por el mero instinto de supervivencia.

La crisis española tiene explicación en el problema de la selección de las élites políticas. El cártel de las élites de los partidos genera esa burocracia que espanta la participación. La sociedad no ve a los partidos como una asociación libre de ciudadanos, los considera grupos abusivos de amiguetes, crece la aversión hacia la política, no se selecciona a los mejores para prestar un servicio a la sociedad. La sociedad corre el riesgo de caer en la indiferencia y siente como ajeno el destino de los conciudadanos. Se produce daño al civismo y a la democracia.

El sistema provoca un diálogo de sordos entre las burocracias que cartelizan los partidos, que no hablan a la sociedad. ¿Qué instrumentos tienen las élites urbanas liberales para dialogar con otros sectores sociales que han padecido la crisis y que miran con desconfianza al futuro? Si no se ejerce la representación ¿cómo se detecta la zozobra de clases sociales que se sienten sin voz? ¿Acaso esa falta de representación no empuja a la sociedad hacia organizaciones que cuestionan el paradigma social-liberal? ¿Cómo responder a los grandes retos de las sociedades si no hay representación?

Las dudas de la democracia solo se pueden responder con más democracia. La respuesta no es llamar fascistas o racistas a los que quizás no lo son. Tampoco se debe abandonar la solución a reformas estatutarias de partidos que han interpretado mal la democracia constitucional. El legislador debe intervenir regulando los procesos de primarias y evitar que los vencedores arrasen las garantías de control de las mayorías en los partidos. Cabe reflexionar sobre la incompatibilidad entre los cargos en los partidos, sus empleados, y los cargos públicos y abrir seriamente el debate sobre las listas desbloqueadas y sobre el acercamiento del representante a los ciudadanos.

El conflicto cultural existe en España y va a seguir. Los partidos tradicionales no saben responder a los retos porque no oyen a la sociedad. Si siguen ignorando la realidad se avanzará hacia modelos de sociedades cerradas que cambiarán radicalmente nuestro marco de bienestar y de derechos civiles.

*** César Giner Parreño es profesor titular de Derecho Mercantil en la Universidad Carlos III y ha sido diputado del PSOE.