Cuando en la tarde del 31 de julio cerré la puerta de mi despacho del Congreso de los Diputados, no podía sospechar que ya no volvería a abrirla. Había dejado allí todos mis papeles, unos cuantos libros y un par de zapatos cómodos para librarme de los tacones. Ahora tengo que vaciar a toda prisa mi pequeña oficina con vistas privilegiadas a la carrera de san Jerónimo y cerrar una etapa maravillosa que ocupó tres años y medio de mi vida.

Cuando empiece de nuevo la vida parlamentaria, cuando regresen los plenos, las comisiones, las sesiones de control, yo ya no estaré en el Congreso. Ya no seré una entre trescientos cincuenta hombres y mujeres elegidos por las urnas para representar la soberanía nacional. No hay un honor mayor. Renunciar a él es doloroso. Nunca me ha gustado irme. Me cuesta marcharme hasta de los sitios en los que no he estado contenta. Pero cuando tienes que salir de un lugar en el que has sido extremadamente feliz, abandonarlo es duro, aunque sepas que caminas en la dirección correcta.

Añoraré los plenos, las intervenciones en Comisión, las negociaciones en los despachos, la redacción de preguntas parlamentarias, de proposiciones no de ley. Añoraré el pellizco de emoción que sentí hasta el último día al dirigirme a mi escaño al ser consciente del privilegio que suponía. Pero me pesa especialmente la parte humana. Quien haya trabajado en el Congreso me entenderá cuando digo que jamás he conocido un grupo más entregado al desempeño de su tarea. Los funcionarios que allí se encuentran son la mejor definición de servicio público: leales, entregados, capaces. Desde el letrado mayor hasta los ujieres, todos trabajan con un entusiasmo, una rectitud y una eficacia que supone el mejor ejemplo para sus señorías.

Nunca imaginé que iba a respetar y a admirar a rivales políticos, ni tampoco que iba a hacer amigos en las filas del PP, del PSOE y de Podemos

Me llevo muchas cosas de estos tres años, y casi todas son buenas. Recuerdo el vuelco al corazón al entrar por primera vez en el hemiciclo. La primera Comisión de Cultura que presidí, y cómo me temblaban las piernas debajo de la mesa. Recuerdo las reuniones interminables con los portavoces de todos los partidos para negociar el estatuto del artista, y la emoción mayúscula de aprobarlo por unanimidad en el pleno del congreso. Recuerdo los sabios consejos de mi letrado, Iñaki Astarloa, la sombra protectora de Paloma, la jefa de ujieres, a Antonio, que me enseñó su foto con Suárez en la madrugada del 23F.

Recuerdo a tantas buenas personas que conocí en todos los partidos: nunca imaginé que iba a respetar y a admirar a rivales políticos, ni tampoco que iba a hacer amigos en las filas del PP, del PSOE y de Podemos. Sé que cuando mire hacia atrás, lo más noble que recuerde de esta época será el afecto desde la disensión ideológica. Y si hice amigos entre los otros, también entre los míos. No sé cómo voy a sobrevivir a la ausencia de mis Chicas de Oro. Mel, Pato, os echaré de menos cada día.

También las reuniones con Miguel, siempre eficaces en su brevedad. Las largas charlas con Guillermo hablando más de libros y de cine que de política. El ambiente de camaradería de la quinta planta, "la de Ciudadanos". Los chicos de Bangladesh, que siempre tenían una propuesta, una solución y una sonrisa. El staff de prensa, comandado por Susana. Y a Pedro, listo para inmortalizar los momentos que siempre supimos que no iban a ser eternos… aunque nunca creí que fuesen a acabar tan pronto.

Todo esto fue columna vertebral de mi vida durante tres años. Pensar que forma ya parte del pasado me provoca un dolor que no puedo explicar, y que se abre paso en la ilusión de esta nueva etapa.

Me llevo mucho más de lo que di. He recibido mucho más de lo que dejo. Gracias infinitas a todos los que hicisteis de ésta una etapa fabulosa.

Adiós, muchachos.

*** Marta Rivera de la Cruz es la nueva consejera de Cultura del Gobierno de la Comunidad de Madrid y columnista de EL ESPAÑOL.